sábado, septiembre 26, 2015

El gorro frigio

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        

El gorro frigio


Quiroga bebió el láudano que yo había refutado, y en el calor de la tarde misionera, recostado como estoy ahora en esta hamaca, comenzó a hablarme rítmica y pausadamente, de cosas que le escuchó contar a un viejo mensú, que lo ayudara en el desmonte de su chacra. Era la historia de unas gemelas. Rubia y de ojos negros una de ellas, morena y de ojos verdes la otra, que se preñaron casi al mismo tiempo, y para “pior” siendo vírgenes. De una dicen que concibió a su hijito de una semilla de almendro; de la otra que se metió en la madre un grano de una granada reventona. Cada año, llegada la primavera, con la vegetación que no dejaba de crecer, los hijos de estas dos chicas, eran festejados a la grande. La mayor se llamaba Wanda y la menor Nené, las dos habían nacido en lo más profundo de la selva misionera, allí donde un descendiente directo de uno de estos dos primos, un tipazo enorme, rompiendo porque sí un bochón de roca dura con la maza del hacha, encontró en su interior cristales preciosos. Ahora “Wanda” es un lugar por todos conocido.

Pues bien, parece que uno de los primos murió en una cacería, atacado por un enorme pecarí enfurecido, y el otro, borracho y fuera de sí por la pena de un amor no correspondido, se quiso cortar los huevos con una navaja, con tal falta de pericia, que murió desangrado el pobre. ¡Una barbaridad! Pero es así como me lo contó Quiroga... Y parece que más luego, la gente de ese lugar dejó de comer la carne de pecarí, y los sacerdotes del "Culto de los Dos Primos" (hijos de un Granado y de un Almendro) con la sabiduría y abnegación que no suelen poseer nuestros sacerdotes, se castran “religiosamente” antes de tomar los hábitos, quiero decir, antes de hacerse brujos o curanderos. A éstos los pobladores los llamaban Gallos, y según me dijo Quiroga, usaban un sombrerito con una especie de cresta roja o crespón.

Eran tan raras sus danzas y cantos cuanto pueden ser extrañas para nosotros las de los polacos. ¿Te ha tocado verlos alguna vez en la Colonia? A su paso se los cubría con pétalos de orquídeas y flores de color lila. Ellos comenzaron con esta vaina del Árbol Bueno. El 22 de septiembre se cortaba un pino y se lo llevaba a la aldea. El 23 se realizaba allí una gigantesca Zarabanda, donde todos, hasta los que jamás había tocado un instrumento, mantenían alto el clamor de una música obsesiva y estridente, que sonaba del alba al atardecer. Así es como recuerdo que me lo describió Don Horacio. Es como si lo tuviera aquí delante ahora mismo, porque él usaba unas palabras bien escogidas y precisas, que era un gusto escucharlo. Aunque no siempre yo le entendiera todo...

El 24 la sangre debía cubrir el gorro que llevaba puesto sobre la cabeza el joven dispuesto para el sacrificio, atado al árbol y envuelto enteramente por tallos y flores de violetas silvestres. El gorro, que en el inicio de la ceremonia era blanco, llevaba un pequeño pliegue en lo más alto del cono, como en el gorro frigio. ¿Lo tiene presente? El sumo sacerdote de los Gallos era siempre un polaco de la Colonia, el de ese tiempo se hacía llamar Abel (es bien sabido que a los polacos les encanta que los castren). En ese día y en medio del desenfreno más increíble, los novicios sacrificaban su virilidad y la lanzaban al gorro frigio. El joven atado al árbol era atravesado entonces por flechazos que debían solo herirlo levemente. Al "voluntario" parece que se lo compraban a los milicos, y lo traían por lo general del Chaco. Podían ser tanto fugitivos de La Forestal, como colonos caídos en desgracia... Pero debía ser, eso sí, bien bonito el muchacho. Al cuerpo de este maravilloso efebo atado al árbol, cubierto de violetas y de sangre, que era luego enterrado, llorado y resurrecto, se lo llamaba “El Melincué”, tal vez porque la primera víctima del Sacrificio del Árbol, provenía de ese sufrido pueblo del sur de Santa Fe.

En el origen, al Melincué se lo mataba en serio, y luego “de resucitado” se lo representaba con un muñeco hecho de paja y cubierto de ramas de granada y almendro. Con el paso del tiempo, ya más civilizados, empezaron a hacerlo de mentirilla, como tantas otras cosas de este mundo. Y no sé porqué ditirambos modernos, hoy se lo venera embalsamado al que le dió nombre al primer “Melincué” en una gran heladera de cristal de roca, que hace las veces de urna transparente. Está en el Templo de las Cien Heladeras, en San Ignacio Miní. ¿Vos fuiste alguna vez allí? Yo estuve. ¡Impresionante! Y está perfectamente conservado...

Por fin, el 25 de septiembre es el día de la gran fiesta que todos conocemos, y que en Wanda aún mantiene su antiguo nombre: "Svetlan Melincuet". Y todo ese gringuerío extraño, cruzado por generaciones con indios de toda laya, salen como pitufos al polvaderal de las calles, abandonándose a cuanto desvarío se les ocurra. Eso sí, con el gorro frigio bien calzado en la mollera. Porque son todos muy republicanos, ellos. Yo no estoy tan seguro de que sea cierto, pero al menos así era como debía ocurrir, en la historia que me contó Quiroga.


Texto: Eduardo Magoo Nico

En la foto: Horacio Quiroga (a la izquierda de la imagen) ahuecando un tronco de àrbol para construir una canoa. (Archivo Nacional).