viernes, marzo 29, 2013

Liborio Justo "Quebracho" (1902-2003)


PAMPAS Y LANZAS

(…) Dejando de lado la existencia de otras tribus, que parecen haber vivido en la Pampa en la época de la conquista y cuyo estudio, al decir de un historiador, dado su carácter nómade y su rápida extinción, por las luchas y enfermedades, constituye un verdadero “tembladeral etnográfico”, es evidente que en los tiempos históricos, que son los que aquí nos interesan, las tribus de la Pampa (fuera de algunos desprendimientos de indios tehuelches o patagones establecidos en ciertos lugares del sur de ella) eran araucanas descendientes de las llegadas con anterioridad de las regiones de la cordillera austral o procedentes de la Araucanía atraídas por la presencia del ganado cimarrón.

Todo esto lo confirma el juicio de Antonio Serrano (Los aborígenes argentinos) quien asevera: “Puede afirmarse que desde mediados del siglo XVI, por lo menos, los araucanos ejercían influencia en los hábitos y costumbres de los indígenas orientales... especialmente los que frecuentaban el sur de Buenos Aires”...“Pero los grandes desplazamientos humanos se produjeron en siglos posteriores cuando el extraordinario desarrollo del ganado cimarrón en la Pampa argentina atrajo hacia ella núcleos importantes de indígenas que, poco a poco, cambiaron el panorama étnico de aquel territorio”... “La araucanización de la Pampa es el factor decisivo de confusión en el estudio étnico de las tribus indígenas (de ese territorio).”

De manera que fue con los indios araucanos con quienes se desarrolló la tremenda contienda que tuvo lugar en las pampas por la posesión de las tierras y de las vacas, contienda que todavía no ha sido descubierta en todas sus proporciones entre nosotros, no obstante sus extraordinarias características y su influencia en el desarrollo argentino.

Puede decirse que, a pesar de que las hostilidades entre los indios y los cristianos habían sido continuas desde la aparición de éstos en el Río de la Plata, los grandes malones recién se iniciaron en la Pampa en 1737. En agosto de ese año, reabriendo prácticamente las hostilidades contra los centros poblados de Buenos Aires -antes habían atacado, casi únicamente, las expediciones de las vaquerías-, los indios avanzaron por dos veces sobre las estancias de Arrecifes, llevándose considerable cantidad de ganado.

“Estos hechos vandálicos originaron medidas de defensa de la ciudad -escribe Roberto H. Marfany (El indio en la colonización de Buenos Aires)-. Una expedición salió a rescatar el ganado con la consigna terminante de que, si se resistían a entregarlo, los acometieran sin tregua hasta su total derrota.” Estas órdenes, llevadas al extremo, hicieron que se atacaran a mansalva tolderías de indios inocentes, que recibieron con penosa sorpresa tales ataques, provocando, de parte de ellos, las más sangrientas represalias, en alianza con amigos de la Pampa y aún de Chile. Así se inició a fondo la terrible lucha que por siglo y medio debía ensangrentar en forma sin paralelo la extensión de la gran llanura, aunque esa lucha entre indios araucanos y cristianos, en otras regiones linderas con el desierto, como ser el sur de Mendoza, de San Luis y de Córdoba, ya había comenzado con igual saña desde tiempo atrás. En las sucesivas incursiones, los invasores alcanzaron a llegar, en alguna oportunidad, hasta 7 leguas de la propia ciudad de Buenos Aires, cerca del lugar conocido por Oratorio de San Antonio del Camino, hoy pueblo de Merlo. Las más tremendas de esas incursiones fueron las encabezadas por el cacique Bravo, el primer cacique famoso de los indios pampas, aunque ya en el siglo anterior se había destacado, con motivo de su ruidosa sublevación, el cacique Bagual, habiéndose hecho también notorio el cacique Calelián, quien, tomado preso y remitido a España, engrillado, con otros pocos miembros de su tribu, se insurreccionó en el mar “acometiendo a la tripulación del barco que lo conducía, compuesta de 500 hombres, ocasionando el entrevero más de 30 heridos, independiente de los muertos” (Roberto H. Marfany, El cuerpo de Blandengues de la Frontera).

(…) Por lo demás, la guerra que se llevaba a cabo en la ancha Pampa era, de ambas partes, de exterminio. No había tregua ni perdón. Carlos Darwin, que la presenció, dejó de ella un cuadro bien intenso en el Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Escribía Darwin en 1833:

“Durante mi presencia en Bahía Blanca... vi partir otros destacamentos de esos soldados, semejantes a bandoleros, que iban a emprender una expedición contra una tribu de indios que se encontraba acampada en Salinas Chicas... Los indios -hombres, mujeres y niños- componían un grupo de unas ciento diez personas, y casi todos fueron prisioneros o muertos porque los soldados no daban cuartel a hombre alguno... Sin disputa esas escenas son horribles; pero ¡cuánto más horrible aún es el hecho cierto de que se da muerte a sangre fría a todas las indias que parecen tener más de veinte años! Y cuando yo, en nombre de la humanidad, protesté, se me replicó: “Sin embargo ¿qué otra cosa podemos hacer? ¡Tienen tantos hijos esas salvajes!... Aquí todo el mundo está convencido de que es la más justa de todas las guerras, porque está dirigida contra los salvajes. ¿Quién podría creer que en nuestra época se cometieran tantas atrocidades en un país civilizado y cristiano? Se perdonan los niños que son vendidos a cualquier precio para hacer de ellos domésticos, o más bien, esclavos, aunque esto sólo sea por el tiempo que sus poseedores puedan persuadirlos de que son esclavos... creo que dentro de medio siglo no habrá un sólo indio salvaje al norte del Río Negro. Esta guerra es demasiado cruel para que dure largo tiempo. No se dan cuartel; los blancos matan cuantos indios caen en sus manos y los indios hacen otro tanto con los blancos.”

“He galopado con un espléndido gaucho que había peleado con los indios -escribía el capitán F. B. Head (Las Pampas y los Andes)- y, después de escuchar sus relatos sobre los muertos y los heridos, inocentemente le pregunté cuántos prisioneros habían tomado. El hombre me contestó con una mirada que no olvidaré jamás, apretó los labios y, serruchando con su mano sobre su cuello desnudo varías veces, inclinándose hacia mí con su sable golpeando el costado del caballo, me dijo en voz baja y chocante: 'Se matan todos'.”

(...) El indio, fuera de casos aislados, como consecuencia, principalmente, de rivalidades y luchas entre las distintas tribus, fue rebelde a todo sometimiento, luchando hasta el fin para defender su libertad y su suelo, en la desproporción abrumadora de uno contra cien, desproporción acentuada por todas las armas modernas y todos los recursos de la civilización de que disponía el cristiano. Y aún así se batía de igual a igual, si no con ventaja. Por eso mereció tantos dicterios por parte de los propietarios de las tierras y de las vacas. Y de sus amigos y servidores.

“El indio es la plaga de estos países -escribía el coronel Manuel A. Pueyrredón (Escritos históricos)-, es un flagelo destructor, es la vorágine que se traga y devora, al mismo tiempo, las fortunas públicas y privadas. No parece sino que Dios, en sus santas iras, los hubiese enviado para castigo de estos pueblos”... “Hordas de ladrones corrompidos en infernales borracheras, sin más ánimo de trabajo y de milicia que los del vandalaje”, decía por su parte Estanislao S. Zeballos (La conquista de quince mil leguas), agregando: “La barbarie está maldita y no quedarán en el desierto ni los despojos de sus muertos” (Viaje al país de los araucanos)...“Recua de facinerosos. Plaga desastrosa, verdadero cáncer que roía la civilización” -escribió el general Ignacio H. Fotheringham-. “Naides le pida perdones / Al indio, pues dónde dentra / Roba y mata cuanto encuentra / Y quema las poblaciones.”...“Ha nacido Indio ladrón / Y como Indio ladrón muere.”...“No tiene cariño a naides / Ni sabe lo que es amar.”...“No hay fiera del que él no aprienda / Un instinto de crueldad”, había dicho José Hernández (Martín Fierro).

También Leopoldo Lugones, junto a la glorificación del gaucho sumiso, calumnia despectivamente al araucano:
“Si el indio fuera capaz de civilizarse, aquello habría podido adelantar -dice (El payador)-. Pero... llegado a cierto punto de bienestar, que consistía en la seguridad de la alimentación, quedó paralizado por el ocio constituido en felicidad suprema, sin ningún estímulo personal de progreso, sin curiosidad ante la naturaleza ni ante los demás hombres, sin esa amplificación de la simpatía engendrada por el goce de vivir. Porque esas razas sin risa, lo cual es significativo, nunca gozaron de la vida. Sus satisfacciones asemejábanse a la hartura taimada de la fiera. Todo en ella era terrible, física y moralmente hablando... Todos los instintos y pasiones hallábanse así satisfechos. El odio al invasor, la guerra, la aventura, la presa, la haraganería opulenta y harta, la mujer ajena y el alcohol... Aquel problema no tenía otra solución que la guerra a muerte.”

Y después de dar esta solución, que era la auspiciada por los grandes propietarios o sus servidores, desde el general Martín Rodríguez, hasta José Hernández, nos presenta a quien puede llevarla a la práctica:
“Lo único que podía contener con eficacia a la barbarie, era un elemento que participando como ella en las ventajas locales, llevara consigo el estímulo de la civilización. Y éste es el gaucho.” Agregando: “Serenidad, coraje, ingenio, meditación, sobriedad, vigor, todo eso hacía del gaucho un tipo de hombre libre, en quien se exaltaba, naturalmente, el romanticismo, la emoción de la eterna aventura. Y he aquí su diferencia fundamental con el indio... Con ello, el gaucho poseía los matices psicológicos que faltaban al salvaje: la compasión, a la cual he llamado alguna vez suavidad de la fuerza; la cortesía, esa hospitalidad del alma; esa estética de la sociabilidad; la melancolía, esa mansedumbre de la pasión. Y luego, las virtudes sociales: el pundonor, la franqueza, la lealtad, resumidas en el don caballeresco por excelencia: la prodigalidad sin tasa de sus bienes y de su sangre.”

(...) ¿Es esto cierto? ¿Fue el gaucho maestro del indio? (...) El gaucho, no sólo nunca fue maestro del indio, a pesar de su carácter de “símbolo de la nacionalidad”, sino todo lo contrario: su discípulo. Martiniano Leguizamón, en La cuna del gaucho, ya lo dijo claramente: “El indio fue el maestro del gauderio y del gaucho en el manejo del lazo y las boleadoras.” Y es más: Dionisio Schoo Lastra aclara: “Del salvaje tomó el gaucho las boleadoras, el poncho, el chiripá, la bota de potro y probablemente el lazo, introducido en el desierto por el sur de los Andes, desde las costas del Pacífico, en donde las haciendas eran trabajadas a corral.”(El indio del Desierto). Todo esto lo ratifica Pedro Inchauspe (La tradición y el gaucho), donde escribe: “No olvidemos que el poncho y el chiripá, las boleadoras y el lazo, de acuerdo con sus antecedentes, son en apariencia del más puro origen indio.”

Además está patente, a través de toda la historia de la guerra del desierto, la interminable demostración de que la maestría de los recursos, la iniciativa de la lucha, es decir, la preponderancia de la inteligencia, a parte de la valentía, estaban de parte del indio y no del gaucho, cuyos frecuentes comentarios revelaban su asombro ante las estratagemas y tácticas de aquél, que ponía en práctica un ingenio sorprendente, el que se pudo avasallar sólo cuando la superioridad de las armas (la aparición del rémington) hizo aplastante la fuerza del cristiano. Aquellos recursos eran tan innumerables como efectivos, y siempre se renovaban, mostrando la flexibilidad y fuerza del talento del indio, que lo llevaban siempre a vencer.

Y el indio, no solamente fue maestro del gaucho, sino que, también, lo superaba en todos los aspectos que configuran al hombre como tal, es decir que, contrariamente a la afirmación de W. H. Hudson, el indio araucano tenía mucha más personalidad que el gaucho.

Sarmiento, en el Facundo, afirma: “El gaucho estima sobre todas las cosas, la fuerza física, la destreza en el manejo del caballo [concede al gaucho 'las dotes del equitador más osado del mundo'] y además el valor físico.” Y en todo esto lo superaba el indio araucano. Comencemos por la fuerza física, que era mayor en los indios que en los cristianos (la palabra cristiano, como escribió R. Cunninghame Graham -Relatos del tiempo viejo- era más bien distintivo de raza que de religión). Buscando el secreto de este hecho, y de que los indios llegaron comúnmente a vivir 100 años, y aún más, manteniendo su valor corporal, sin envejecer hasta una edad en que el cristiano entraba en la senectud, que tuvieran mayor vigor sexual, así como más resistencia, el Dr. Orlandini, médico de la 3ª División en la expedición de 1879, llegaba a la conclusión de que los indios araucanos eran fisiológicamente superiores a los cristianos (Comisión Nacional del Monumento al Tte. General Roca, Conquista al Desierto, t. III).

Siempre se ha considerado la valentía personal como el rasgo característico del gaucho. Sin embargo, para desmedro del “símbolo de la nacionalidad”, EL INDIO ARAUCANO LO PONÍA EN FUGA. Podría llenar páginas enteras de citas de testigos oculares para demostrarlo. Baste recordar que en los combates de la frontera, los indios resultaban imbatibles. “Era imposible chocar con ellos -confesaba el coronel Emilio Mitre (Estanislao S. Zeballos, Callvucurá)- porque en la provincia corría como un axioma que la carga de los salvajes era invencible. Los hombres inteligentes comprendían qué poco valía ante una sólida organización militar; pero no habíamos logrado convencer de ello al soldado, que se negaba a esperarla y nos derrotaban por eso en todas partes.” También el general Bartolomé Mitre, que fue ignominiosamente vencido por las fuerzas de Catriel -en colaboración con las de Calfucurá- en Sierra Chica, logrando salvarse, luego, por medio de una fuga nocturna, afirmaba en carta al gobernador de Buenos Aires, Pastor Obigado, desde Azul, a raíz de esos sucesos (1855): “Esto sin contar para nada la desmoralización y cobardía de los gauchos que no piensan más que en disfrutar” (Antonio del Valle, Recordando el pasado, t.I).

Todavía en 1863, el coronel Ignacio Rivas, también desde el Azul, escribía quejándose de “nuestros gauchos, que no quieren aún perder el terror que tienen a los indios” (Archivo del general Mitre, t. XXIV).
Lo mismo anotaron los viajeros ingleses: “Todos los gauchos parecen tener un gran temor de las lanzas de los indios”, escribió el capitán F. B. Head (Las Pampas y los Andes). Y otro viajero de la misma nacionalidad, observó: “Se encontraron con un pequeño grupo de indios, numéricamente inferior a los gauchos, pero estos últimos, volviendo inmediatamente la espalda, comenzaron a desbandarse en una vergonzosa huida” (H. C. Ross Johnson, Vacaciones de un inglés en la Argentina). Asimismo el dinamarqués Juan Fugl, de los primeros pobladores de Tandil, escribe en relación con un ataque de los indios a esa población, en 1855: “Había allí muchos gauchos, pero todos con sus caballos ensillados o el recado listo al lado del caballo. Dirigiéndome a uno de los gauchos le pregunté qué pensaba hacer si los indios se acercaban a la estancia y por su respuesta comprendí que la mayoría, al ver a los indios, se alejaría deprisa” (Abriendo surcos. Memorias de Juan Fugl).

(…) “¿Por ventura son los bárbaros más valientes y ginetes que nuestros históricos gauchos; sus caciques más peritos en la guerra que nuestro oficiales, y sus inflexibles chuzas más ventajosas que nuestras armas?” (M. Ibáñez Frocham, Apuntes para la historia de Saladillo). Esto que se planteaban hace más de un siglo los vecinos de Saladillo es lo mismo que nos planteamos hoy nosotros, resolviendo la interrogación en la forma en que lo hemos hecho. En cuanto a ser más jinetes, era un axioma que lo eran -como reconoce el mismo Hudson- quizás los más extraordinarios jinetes de que haya habido noticia jamás. El capitán F. B. Head lo observó: “Los gauchos -dice- que son magníficos jinetes, declaraban todos que es imposible correr con un indio, porque los caballo de los indios son mejores que los suyos y también que tienen una forma de impulsarlos por medio de gritos y de movimientos peculiares de sus cuerpos, que, aún si cambiaran sus caballos, los indios les ganarían” (Las Pampas y los Andes). “Los indios son extraordinarios jinetes, muy superiores al gaucho”, atestigua H. C. Ross Johnson (Vacaciones de un inglés en la Argentina). Es bien conocido el caso famoso del cacique Calfiao, relatado en las Memorias del sargento mayor Cornell (A. Carranza, La revolución de 1839), quien en un ataque por sorpresa sobre su toldería, cerca de Tandil, pudo huir entre las sombras de la madrugada, en su caballo de pelea, llevando a su hijo en ancas. Lo persiguieron el célebre y sanguinario Pancho el Ñato, Zelarrayán y otros jefes, que alcanzaron a bolearle el caballo. Pero el cacique logró escapar, a pesar de esta circunstancia, del peso adicional del mocetón y de que sus perseguidores, sobre una distancia de algunas leguas, cambiaron varias veces de cabalgadura.

Un hecho similar relata Darwin (Viaje de un naturalista alrededor del mundo):
“Cuando las tropas llegaron por primera vez a Choele-Choel, encontraron allí una tribu de indios y dieron muerte a veinte o treinta. El cacique escapó de un modo que sorprendió a todos. Los indios poseen uno o dos caballos escogidos, que tienen siempre a mano para un caso de apuro. El cacique saltó a uno de esos caballos de reserva, un espléndido caballo blanco, llevando consigo a su hijo de corta edad. El caballo iba sin riendas ni montura. Para evitar las balas, el indio montó como suelen hacerlo sus paisanos en estos casos, es decir, con un brazo entorno al cuello del animal y tan sólo una pierna sobre el lomo. Suspendido así a un lado, se le vio acariciar la cabeza del noble bruto y hablarle. Los atacantes se encarnizaron en su persecución; el comandante cambió tres veces de caballo, pero fue en vano. El viejo indio y su hijo lograron escapar y, en consecuencia, conservar su libertad. ¡Qué magnífico espectáculo debería ser ése, qué bello tema para un pintor: el cuerpo desnudo bronceado del anciano sosteniendo en brazos a su hijo colgado del blanco corcel, como Mazepa, y escapando así a la persecución de sus enemigos!”
Por algo Adolfo Alsina, en su Memoria especial del ministro de Guerra, el año 1877, habría de decir: “Sus caballos, en igualdad de condiciones por su estado o por la marcha que haya precedido al combate, soportan cuatro veces más distancia o más tiempo sin postrarse.”

Esa superioridad del indio araucano como jinete se extendía a su condición de baqueano y rastreador, a pesar de que esas características eran sobresalientes en el gaucho. Así mismo, su vista era extraordinaria: “Su vista era magnífica -escribió Francisco I. Castro, Vocabulario de Martín Fierro-, distinguían a larga distancia, en el Desierto detalles que en un hombre normal hubiesen exigido la ayuda de un lente.”
Soportaban, normalmente, fríos que hacían perecer al cristiano y eran excelentes nadadores. El coronel Jorge Velasco (Expedición sobre los indígenas del Sur), al tratar de caer de sorpresa sobre algunas tolderías del sur de la frontera de Mendoza, relata cómo logró tomar prisioneros a varios araucanos que se encontraban de vigilancia, a cierta distancia de las mismas, “mas tuve la desgracia -dice- que se escapase un indio que atravesando a nado más de 2 leguas de lagos profundos, salió al fin a esta margen del río, y que abreviando su marcha, llegó con el parte como a media noche, de donde resultó que a la misma hora avisaron en todos los toldos que venía malón.”

Y en cuanto a heroísmo y altivez, han sido siempre en el araucano aspectos legendarios. Recordemos las expresiones del coronel Pedro A. García sobre cómo los indios se arrojaban sobre los cañones "en el más activo fuego", provocando su admiración, y cómo, para la defensa común, hasta las mujeres peleaban como varones. Todos los relatos y descripciones de las luchas de la Pampa están llenas de episodios dignos de destacarse aun entre los hechos de la historia universal, y allí yacen, olvidados y desconocidos, en lugar de ser traídos constantemente a la memoria, como ejemplos de sublime entereza para las nuevas generaciones. Darwin (Viaje de un naturalista alrededor del mundo) relata uno digno de difundirse hasta en las más elementales antologías: “Durante la batalla huyeron juntos cuatro indios; se los persiguió; uno de ellos fue muerto y los otros tres apresados vivos. Se trataba de mensajeros de un considerable grupo de indígenas reunidos cerca de la Cordillera para la defensa común... los tres sobrevivientes poseían preciosos informes: para amedrentarlos se les puso en línea. Se interrogó a los dos primeros, que se limitaron a contestar: 'No sé' y se los fusiló enseguida, uno después de otro. El tercero respondió 'No sé', pero después agregó: `Tiren, soy un hombre: ¡sé morir!'”.

Como este caso ha de haber habido multitud de episodios que se perdieron oscuramente. Y hasta los ancianos se comportaban como héroes. Tal el caso del viejo indio baqueano que recuerda el comandante Prado (La conquista de la Pampa), quien debía conducirlos a las tolderías de Pincen, en Malal: “Dirigió el indio la marcha de las columnas y cuando creíamos acercarnos a Malal cayó de improviso la caballada en un terreno pantanoso del cual parecía imposible que pudiera salir. En ese instante aclaraba. El individuo aquél, noble como todos los de su raza, jugaba la vida para salvar a los suyos. Fue lanceado sin más trámites.”

Algo análogo podría decirse de todos los combates que diariamente se desarrollaban en la frontera de la Pampa donde la palabra “asombroso” se repetía constantemente en los comunicados militares: “los indios con un heroísmo asombroso, llegaban hasta diez pasos del fuego de la infantería” se dice en uno... “Las indiadas, como siempre, batiéronse con comportamiento heroico. Hubo avances de desmontados hasta cincuenta varas de la infantería, que recibiéronlos con fuegos convergentes”, se dice en otro. “Al alborear del día siguiente la indiada corona las alturas que rodeaban al fuerte y entran a maniobrar como movidos por la electricidad haciendo cabriolas con sus caballos enjaezados y empuñando sus lanzas adornadas con sus penachos de plumas de avestruz, formulando ataques contra infanterías para llegar a los cuadros cubriéndose con el pescuezo de sus equinos, quitando y dando luego lanzazos a diestra y siniestra”, expresa un tercero. “Los indios -escribe Dionisio Schoo Lastra (El indio del Desierto)-, en sus cargas a fondo contra las tropas, llegaban a morir con sus caballos entre las filas de los soldados armados a rémington, provocando la admiración de los jefes veteranos de nuestro ejército, que lo han consignado así en sus partes.”

También todo muestra que la maestría de los recursos, es decir, la primacía de la inteligencia, estaba de parte del indio araucano. Lo dicen los mismo jefes militares. El coronel Álvaro Barros, uno de los más destacados y talentosos de ellos, nieto del coronel Pedro A. García, y de los escasos defensores del indio, como su abuelo, transcribe en uno de sus libros (1872) algunas notables estratagemas de los araucanos, que dejan estupefactos a sus oficiales, y comenta:
“Estos dos hechos demuestran la seguridad, audacia y acierto con que los indios ejecutaban toda sorpresa. La rapidez con que huyen sin dejar el arreo, es incomprensible para el que no lo haya visto. Los resultados obtenidos hasta hoy... son concluyentes, Rauch, Sosa, Molina y el coronel Lagos después, obtuvieron ventajas en la guerra contra los indios, que importaron al país una tregua hasta entrar en otra larga época de desastres. Todo esto nos enseña que no es a sangre y fuego como llegaremos a concluir con un enemigo audaz y ligero, que nos acecha infatigable y siempre invisible; que evita los combates cuando quiere, y que cuando la fatiga y el sueño entorpecen los sentidos de un centinela, aprovecha la oportunidad con asombrosa presteza y se lleva de nuestra vista nuestros mismos elementos de guerra.” (Fronteras y territorios federales de las Pampas del Sud).

También el teniente coronel Eduardo Ramayón (Las caballadas en la guerra del indio), después de señalar otras estratagemas, se expresa en términos análogos: “Los jefes y oficiales -dice-, ante semejante procedimiento usado por los indios, se daban cuenta clara de la clase de enemigo con que se combatía por lo que se veían obligados a confesar tácitamente su muy fundada admiración. Algo nuevo y desconocido ponían siempre en juego.” Y añade más adelante: ¡Cuántas veces [los jefes y oficiales mostraban su preocupación ante] los planes y hazañas del salvaje... que muchísimas veces rayaban en lo fabuloso!...” El mismo general Ignacio H. Fotheringham (Vida de un soldado, t. I), habla de “las sorpresas del salvaje, en todo momento astuto, terrible y rápido, para caer sobre el viajante, soldado o no, que se atrevía a hollar sus dominios”. En tanto que el ingeniero francés Alfredo Ebelot, que calificaba a los araucanos Maquiavelos de la Pampa, se refería a ellos en la Revue des deux Mondes (1876), como “el enemigo más insolente, más inalcanzable y más perspicaz del mundo”.

Y en cuanto a altivez, los cuadros magníficos constantemente se suceden: “La entereza de este hombre en su parlamento, -escribió el coronel Pedro A. García (Viaje a Salinas)-, lo concertado y juicioso de su razonamiento, la viveza de sus ojos y rostro venerable, presentaban en él un verdadero descendiente del anciano Colo Colo, que expresa nuestro Ercilla en su Araucana.” También Francisco P. Moreno dejó un admirable retrato: “Aún suena en mi oído la voz de bronce de broncas vibraciones de campana pausada y sonora de Molfinqueupú, evocando las luchas de siglos entre los indios, dueños de la tierra, y los españoles que trataban de despojarlos de ella, y tengo delante la hermosa figura del anciano cacique de tez color roble viejo y su blanca y dura cabellera, adornada con negras plumas de águila, cruzada su frente por ancha vincha.” O, si no, este episodio de que da cuenta una noticia aparecida en La Prensa, de Buenos Aires, 24 de enero de 1879: “Tomado prisionero [el cacique Nauculeo], por las fuerzas del coronel Levalle, pidió a éste que le aflojaran las ataduras. Prometió, al mismo tiempo, llevarlo a un lugar donde dijo hallaría un capitanejo con muchos guerreros. Aunque parecía una estratagema, se le concedió, agudizándose la vigilancia. Al llegar a la laguna de los Caranchos, inició la fuga, pero cayó muerto a balazos. Nauculeo era un indio alto, imponente. Vestía siempre de gaucho y su arrogancia no cedía ante nadie. Cuando hablaba con el coronel Levalle lo hacía de igual a igual, y no de prisionero a vencedor.”

O este otro: “ En abril de 1868, Calfucurá al frente de 2.000 indios, en su mayor parte chilenos, asaltó el sur de Córdoba, entrando por el lugar denominado Leroy (12 leguas de La Carlota) y se retiró tranquilamente con un gran arreo. Previamente tomaron prisioneros al sargento mayor Martiniano Rodríguez y a un soldado, a quienes largaron completamente desnudos encargándoles que comunicaran al coronel López (jefe de la guarnición) '¡que por donde hemos venido vamos a volver y que nos espere si quiere pelear!'.” (Mayor Juan C. Walter, La conquista del Desierto).

(…) Tampoco en su forma de vivir, ni en su organización, el gaucho era superior al indio, todo lo contrario: “En el toldo del indio -escribió el coronel Lucio V. Mansilla (Una excursión a los indios ranqueles) no obstante el desprecio que demuestra por ellos en su obra, donde no los llama sino 'indios rotosos', 'bárbaros infelices', 'chusma hedionda', etcétera- hay divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos, camas cómodas, asientos, ollas, platos, cubiertos, una porción de utensilios que revelan costumbres, necesidades.”

(...) “Son naturalmente aseados y acostumbran a bañarse en verano e invierno”, escribió el coronel Juan C. Daza (Episodios militares). Y el coronel Manuel J. Olascoaga (Estudio topográfico de la Pampa y Río Negro) hacía un resumen de esas condiciones favorables de los indios araucanos, que explicaban según él, cómo “podían habitar y mantenerse vigorosos y capaces de pugnar durante siglos contra todo el poder de una nación civilizada y aguerrida.”

Además, los indios tenían gran amor por sus familias, sentimiento de que carecía, en términos generales, el gaucho. Esto ha sido destacado en los mismos partes militares. En uno de ellos, firmado por el coronel Campos, se dice: “Tomando la ofensiva nos colocaríamos indudablemente en condiciones ventajosas, pues teniendo al enemigo en jaque, no se separaría a invadir por temor de perder las familias, que tanto quiere y por las que no hay sacrificio que el pampa no haga.” (Memoria del Ministerio de Guerra y Marina, año 1870.)

Mucho se ha hablado del horror de la vida de las cautivas cristianas entre los indios. Sin embargo, éstas, en muchas circunstancias, parecerían haber preferido los indios a los gauchos por esposos.
“La noticia de nuestra llegada a esos alrededores -escribió Narciso Parchappe en su diario de la fundación de Bahía Blanca (A. D´Orbigny, Viaje a la América Meridional)- se difundió pronto entre las tribus de las inmediaciones, por eso vimos acampar a muchas de ellas sucesivamente arriba y abajo de nosotros, a orillas del Napostá. Esos indios poseían numerosos niños y mujeres de raza blanca cautivos, provenientes de invasiones anteriores al territorio de los cristianos y en las cuales sólo matan a los varones adultos. Intentamos rescatar esos prisioneros al precio de algunas yeguas, moneda empleada de ordinario en esa clase de intercambios; pero la cosa no fue sin dificultad y, lo que es más notable, la oposición provenía de las mismas cautivas, muy apegadas a sus amos indios. Cuando la expedición del coronel Rauch contra las tribus del sur, numerosas mujeres blancas que rescató, huyeron para volver a los indios. Durante las marchas nocturnas se arrojaban de las grupas de los caballos, donde se las llevaban los soldados, y se salvaban a favor de las tinieblas.”

Es sabido también que los indios araucanos enviaban a muchos de sus hijos a estudiar en los mejores colegios de Santiago de Chile y Buenos Aires, lo que demuestra que aspiraban a asimilar la civilización cristiana. Y hasta su lengua era extraordinaria: “La lengua de los araucanos, aunque lo es de bárbaros -declara el Padre B. Havestad (Gramática araucana)- no solamente no es bárbara, sino que aventaja a las demás lenguas así como los Andes sobresalen sobre las demás montañas.”

Todo esto configura en el indio araucano una personalidad superior que lo muestra como el verdadero dominador, como el gigantesco protagonista de la Pampa. Lo demostrará en sus hazañas sin paralelo con las que, a pesar de su escasísimo número, tuvieron en jaque durante tantos años a la República Argentina, o mejor dicho, a la oligarquía argentina. Y hasta moralmente, el indio araucano debía representar una personalidad superior frente al gaucho, porque defendía su suelo, sus propiedades, sus familias, sus tradiciones, luchando hasta el fin por todo ello, en tanto que el gaucho, vagabundo individual, únicamente defendía su propia conveniencia, lo que lo llevó a acomodarse fácilmente, cuando perdió la libertad, a la nueva situación que el reparto de las tierras y las vacas le creaba, transformándose en fiel servidor de sus patrones estancieros.

Hemos citado ya, en capítulos anteriores, los juicios de D´Orbigny y de Head sobre la predisposición del indio araucano para una “alta civilización”, lo mismo que los del coronel García, del coronel Velazco y otros jefes que los conocieron. Deseo añadir aquí este juicio terminante, totalmente desconocido, y que reproduzco para información de quien le interese:
“Los indios pampas de Catriel son más fáciles de civilizar rectamente y más dispuestos a recibir la alta educación cívica, que nuestras masas rurales y aun las urbanas mismas... nos creemos autorizados para decir y sostener en todos los terrenos, desde el confidencial y privado hasta el público u oficial que... los indios pampas serían a la fecha en que escribimos relativamente honrados, laboriosos y morales si nosotros los hombres de la civilización no hubiésemos sido tan malvados y corrompidos.” (Nota de la Comisión Directiva de la Sociedad Rural Argentina, noviembre 4 de 1870. Anales de la Sociedad Rural Argentina, vol. IV, nº 12.)

Todo eso es lo que Hudson, en sus cuadros de la Pampa, no vio, como no alcanzó a percatarse de la grandiosidad de la lucha del indio contra el cristiano, en defensa de su libertad y de su suelo, lo que alcanzó proporciones gigantescas, teniendo como escenario a la gran llanura virgen y que es lo que le confiere a ésta toda su verdadera dimensión. Y, al carecer de estos rasgos, los libros de Hudson resultan incompletos y su Pampa, pálida, a pesar de la belleza de las páginas con que la describe. Pero ni el inglés Hudson ni el reaccionario Hernández, así como los que han seguido detrás de sus huellas, podían ir más allá de utilizar la Pampa y retratar o defender con estima al gaucho sometido, premiando su pasividad de esclavo. Porque, para apreciar al indio, que aún mantenía su lucha heroica con los propietarios de las tierras y de las vacas, ya afianzados y fuertes en sus pretensiones, dominantes y orgullosos en sus adquiridas prerrogativas y sintiéndose humillados en su importancia por el hecho de tener que batirse, de igual a igual, con un enemigo que despreciaban, pero del que no podían desembarazarse y los tenía a mal traer, se necesitaba un espíritu militante frente a aquella sociedad. Y a pesar de haberse incorporado al medio intelectual de un país extranjero dominador, el inglés Hudson apenas da un paso en el camino a la subestimación del indio, camino que recorre íntegro hacia su denigración el argentino José Hernández.

(...) En el libro del coronel Alvaro Barros, Actualidad financiera de Buenos Aires, aparecido ese año 1875, donde, a pesar de lo que sugiere el título, se estudiaban casi únicamente los problemas de la guerra con los indios, aparecía una carta del presidente Avellaneda en la que éste declaraba con absoluta franqueza: "La cuestión fronteras es la primera cuestión para todos, y hablamos incesantemente de ella aunque no la nombremos. Es el principio y el fin, el alfa y el omega."

El ministro Alsina proyectó, entonces, un avance importante de las fronteras para “ir ganando zonas por medio de líneas sucesivas”. Los indios tuvieron conocimiento de ello, pues los diarios de Buenos Aires llegaban a las tolderías de la Pampa (“Namuncurá a fines de diciembre, sabía ya que la expedición se preparaba -decía Alsina en su Memoria de 1877-. Los mensajes del Gobieno pidiendo fondos para la ocupación definitiva del desierto, habían sido leídos en la tolda del soberano de la Pampa.”) y, para tomar la delantera a ese proyecto, planearon la mayor de todas las invasiones que se conocen: la llamada “invasión grande”, que se produjo para los días de Navidad y Año Nuevo de 1875.

Las principales tribus del desierto, bajo el comando de Namuncurá -sucesor de su padre Calfucurá-, Pincén, Epugner y Baigorrita la ejecutaron en combinación con la tribu de Catriel (...) produciendo perdidas sin ejemplo en esta guerra de siglos. Cálculos fidedignos hacen llegar a la fabulosa suma de 500 mil cabezas el total del ganado que arrearon los indios hacia Tierra Adentro en esa oportunidad, dejando atrás, como una feroz estela, el resplandor de los campos incendiados. (...) ¡Hazaña titánica la del indio araucano! ¡Seguramente nunca, sobre ningún continente, se produjo un arreo tan extraordinario! ¡Hay que preguntarse si la humanidad presenció alguna vez un espectáculo semejante! ¡Y nosotros totalmente lo ignoramos!

(…) “A fines de 1875 se produjo la célebre invasión conocida con el nombre de la Blanca Grande -escribió el comandante Prado (Cuarenta años de vida militar)-. Aquella invasión terrible, aquella avalancha de bárbaros, en que llegaban mezclados moluches y tehuelches, indios de la Pampa, mestizos de gaucho alzado y matrero corridos de las fronteras de Córdoba, de San Luis y Mendoza: aquel espantoso desborde de salvajes, ávidos de sangre y de botín, repercutió dolorosamente en la República, determinando un intenso movimiento de opinión.”

(…) “El año 1876, en medio del intenso drama que vivía el país, ¡asediado por 4 o 5.000 lanzas de indios araucanos de la Pampa que, en número total de no más de 20.000 almas diseminadas por 20.000 leguas, tenían en jaque a la República Argentina!, Alsina decidió el avance de las fronteras. “Pueblos convertidos en taperas por el fuego del bárbaro -dice en la Memoria especial del Ministerio de Guerra presentada al Congreso en 1877-, departamentos enteros despoblados, hecatombes continuas, ejércitos regulares arrollados por la chuza del indio... y tantos otros perfiles de ese cuadro sombrío que omito por patriotismo.”

Desde los principales fuertes de la linea de fronteras, varias columnas del ejército nacional se desplazaron solemnemente para tomar nuevas posiciones Tierra Adentro, tratando de quitar a los indios los últimos campos de la Pampa abierta, antes de llegar a la región de los montes, de los médanos y de las sierras. Debían desplazarse combinadamente llegando hasta Ita-Ló, Trenque Lauquen, Guaminí, Carhué (que Alsina llamaba “el baluarte de la barbarie”) y Puán.

El avance se efectuó de acuerdo con lo planeado, aunque encontrando, en algunas partes, gran resistencia. Pero ahora los indios, en lo posible, evitaban los combates porque las tropas nacionales disponían de un arma que las hacía invencibles: la carabina Rémington, la misma con la que se había liquidado a los gauchos de López Jordán, en Entre Ríos, en 1873. Por algo Alsina, en su Memoria, al plantear el avance, había dicho: “Pienso, y no me equivoco, que un Regimiento, organizado como va a serlo, podrá pasearse impunemente por el Desierto, y, después del primer choque, ha de ser fatal el desaliento que se apodere de los indios cuando se convenzan de que la chuza ha dejado de ser arma ofensiva para la guerra.”

(…) “Se pelea a todas horas -escribía desde Guaminí el teniente Federico Zeballos (E. S. Zeballos, Viaje al país de los araucanos)-. De día para que coman los caballos y la hacienda de consumo, de noche en la defensa de los zapadores, entreverándose, a veces, a arma blanca los indios y las tropas , pues, envueltos en las tinieblas de las más frías y horribles noches lluviosas, vienen audazmente hasta los fosos a sorprender a las guardias. Mientras unos comen o duermen, otros se baten y nos relevamos en esta constante tarea, pues, en todo el círculo del horizonte, no vemos sino indios que pueblan los aires de estridentes alaridos, blandiendo las lanzas, cuyas moharras relampaguean cuando el sol ilumina el cuadro grandioso que se desarrolla en esta inmensa soledad... El enemigo arroja cuerpos mutilados y clava cartas en chuzas, amenazándonos con la degollación.”

(…) Pero, como a pesar de todo las invasiones continuaban, el ministro Alsina ordenó la ejecución de la obra más fabulosa a concebirse: la apertura de una zanja desde Bahía Blanca, sobre el Atlántico, hasta Ita-Ló, en la provincia de Córdoba, abarcando alrededor de 500 kilómetros de la nueva frontera. ¡Una réplica invertida de la muralla china, para cortar de un extremo a otro la inmensidad de la Pampa salvaje, con el propósito de contener las invasiones de los indios que no pasaban de 3.000 lanzas! El propósito principal era impedir los arreos de ganado, defender las vacas. El ingeniero francés Alfredo Ebelot fue el encargado de dirigir la construcción. ¿Podía imaginarse algo más fantástico? Y a lo largo de la zanja, que fue llamada “zanja de Alsina”, se construyó una interminable línea de fortines -sumaban noventa y nueve- levantados cada cinco kilómetros, es decir, a la vista unos de otros, y reforzados con fuertes más espaciados, en todos los cuales estaba concentrada, junto con los fortines que completaban la frontera del sur de Córdoba, San Luis y Mendoza, la totalidad del ejército argentino.

“La República Argentina -comentaba el coronel Barros (La guerra con los indios)-, siguiendo el ejemplo de los chinos, de ahora tres mil años, va hoy a buscar, descendiendo hacia el centro de la tierra, la seguridad que aquellos no pudieron alcanzar elevándose al cielo. ¡Dos millones de habitantes, con la experiencia funesta de 200 años de guerra defensiva, se afanan hoy en abrir una zanja que deberá cruzar todo el territorio, coronada de un cordón de fortalezas, para defenderse de los ataques de bárbaros cuyo número no alcanza a 30 mil almas! Un trozo de ganado conducido por numerosos jinetes, impulsado con la chuza y el grito penetrante del indio, no se detiene ante obstáculos de tal naturaleza, y con pérdida de algunos animales que se inutilicen al bajar o subir, se allana el pasaje para cien mil.”

(…) La frontera, pues, quedó formada por dos líneas: la exterior con la zanja y los fortines, que se denominaba la 1ª línea, y la interior a lo largo de los fuertes y fortines que constituían la primitiva frontera, antes del avance del año 1876, la 2ª línea. ¡Pero aún así los indios se ingeniaban para cruzarlas! ¡Y el año 1877 llegaron en su invasiones hasta Colonia Iriondo, a 20 leguas de Rosario!, según lo consigna el Coronel Barros (Memoria especial del ministro de Guerra).

(…) “Es necesario... ir directamente a buscar al indio en su guarida para someterlo o expulsarlo, oponiéndole, no una zanja abierta por la mano del hombre, sino la grande e insuperable barrera del Río Negro... Hasta nuestro propio decoro como pueblo viril, nos obliga a someter cuanto antes, por la razón o por la fuerza, a un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre de la ley, del progreso y de nuestra propia seguridad, los territorios más ricos y fértiles de la República”... “Hemos sido pródigos de nuestro dinero y de nuestra sangre, en las luchas sostenidas para constituirnos, y no se explica cómo hemos permanecido tanto tiempo en perpetua alarma y zozobra, viendo arrasar nuestra riqueza, incendiar poblaciones y hasta sitiar ciudades en toda la parte Sud de la República, sin apresurarnos a extirpar el mal de raíz y destruir esos nidos de bandoleros que incuba y mantiene el Desierto.”

El mensaje se refiere, luego, a los indios araucanos de la Pampa calificándolos: “Esta raza, la más viril de la América del Sur” y dice que su número total, “puede estimarse en veinte mil almas, en cuyo número ni alcanzarán a contarse mil ochocientos a dos mil indios de lanza.” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, 14 de agosto de 1878.)

¡Ese número insignificante de hombres, desarmados, desnudos y diezmados desafiaba con éxito y exigía la totalidad del esfuerzo de la oligarquía argentina! Pero había llegado el momento de poner fin a esa “vergüenza nacional”. Así lo exigía también el versificador José Hernández en La vuelta de Martín Fierro aparecida por entonces. Y sobre la base del rémington se planeó, con cautela y temor, el prólogo de la lucha para el avance definitivo.

(…) “El poder militar de los bárbaros está moralmente destruido -confirmaba Zeballos (La conquista de quince mil leguas)- porque el rémington les ha enseñado que un batallón de la República puede pasear la Pampa entera, sembrando el campo de cadáveres.” “Vino el rémington -escribió a su vez el general Fortheringham (Vida de un soldado, t. I)-. Y junto con el rémington la ofensiva; se acabaron los indios y se conquistó el Desierto.” “Nuestro soldado de infantería usaba el inolvidable fusil de chispa y su bayoneta- decía el teniente coronel Ramayón (Las caballadas en la guerra del indio)-. Más tarde vino el rémington y esa arma fue la muerte del poder del indio”. Y en las Instrucciones para el servicio de fortines dadas por el coronel Villegas, en Trenque Lauquen, se decía: “Art. 8º- El soldado debe tener plena confianza de que pie a tierra y con un rémington en la mano, vale por cinco indios.” (Memoria del ministro de Guerra y Marina, 1877.) Es decir, que si antes los indios araucanos de la Pampa estaban en la desproporción de 1 a 100, ahora, sin contar otros factores abrumadoramente adversos, derivados de la utilización del telégrafo y de otras armas de la civilización, esa desproporción se elevaba de 1 a 500. Sobre la base de esa superioridad, aplastante aún más por las zonas de mayor pobreza del suelo en que se entraba, que hacían mucho más difícil la concentración y mantenimiento de los raleados efectivos araucanos, se dio comienzo a la ofensiva.

(…) El primero de los grandes jefes del desierto en caer fue el famoso Pincén, que había llenado la frontera con los relatos de sus fabulosas hazañas, entre las que se contaba como leyenda su respuesta terminante ante la intimación de rendición del célebre coronel Villegas: “Díganle a Villegas que venga a buscarme.” De él había dicho Alsina en su Memoria especial: “Indio indómito y perverso, azote del Oeste y Norte de esta Provincia, jamás se someterá, a no ser que, por un golpe de fortuna, nuestras fuerzas se apoderen de su chusma. Si esto no sucede, Pincén se conservará rebelde aun dado el sometimiento de todas las otras tribus hostiles. Para mí, es el tipo del hijo del Desierto, indómito y salvaje, por placer, por costumbre y por instinto.” Y, tal como lo preveía Alsina, el indómito Pincén no opuso resistencia cuando las tropas nacionales, después de perseguirlo, llegaron a apoderarse de su hijo de corta edad. ¡Tan entrañable cariño profesaban estos héroes, a quienes las plumas vulgares negaban toda clase de sentimientos, por sus familias!

Más tarde, fue Juan José Catriel quien, obligado a huir por las peores travesías, sin agua y al borde de la muerte por el hambre, se presentó con parte de sus hombres y de sus familias en el último estado de miseria, en el Fuerte Argentino, cerca de Bahía Blanca. “Vienen en completo estado de desnudez y nada les basta para satisfacer su apetito”, decían los partes, remitidos desde aquel lugar, mientras que en el fortín Mercedes, sobre el río Colorado, el comandante Bernal recibía otro sector de esa tribu, destacando, igualmente, lo extremo de su miserable condición. (Archivo del general Liborio Bernal, abuelo del autor de este libro, en poder del mismo).

Luego cayó el cacique ranquelino Epugner. Desde el Río Cuarto, el coronel Racedo anunciaba su captura “con 300 almas entre chusma e indios de lanza”, también casi en estado de consunción. El gobernador de Córdoba, Antonio del Viso, telegrafiaba alborozado al ministro de Guerra: “La noticia dada por el telégrafo a V.E. sobre la rendición y captura del cacique Epugner Rosas, con todo el resto de su tribu, despierta en esta Provincia el mayor interés, y un ardiente voto de felicitaciones irá de todas partes a V.E. El desenlace del grande y pavoroso problema de la frontera toca a su término”.

(…) ¡La oligarquía porteña había logrado ¡por fin! Quebrar el poder del indio araucano de la Pampa! ¡Veinte mil leguas de tierras se le abrían allí para repartirse, y sus millones de vacas quedaban para siempre libres, ¡también por fin! del devastador asedio de los malones! La década de mayor prosperidad que ha conocido la República Argentina, en toda su historia, aquella de 1880 a 1890, estaba a punto de iniciarse como una consecuencia directa de esos acontecimientos. Y aquella oligarquía ganadera porteña, con Julio A. Roca a la cabeza, logró a través de ellos su consolidación definitiva.

“La campaña contra los indios del Desierto, entraña el problema político y social de mayor influencia en la riqueza del país -escribió Ramón J. Cárcamo (Juan Facundo Quiroga)-. La solución resuelve una lucha permanente de tres siglos, dobla la extensión territorial, multiplica las empresas capitalistas y los rendimientos del trabajo, asegura la frontera del sur contra la codicia extranjera.”

“La conquista del desierto -escribió por su parte Jacinto Oddone (La burguesía terrateniente argentina, t.I)- fue una lucha en que la nación empeñó toda su actividad y su dinero, tronchando muchas vidas, en beneficio principal de pocas personas.”

“Los indios eran muchos menos que los sugeridos por la repetición de sus avances en lugares muy distantes entre sí”, comentaba Francisco P. Moreno (Reminiscencias). Y claro, ¡si apenas, contando todas sus familias, eran uno por cada legua de las que se conquistaron! Pero sus hazañas en esa inmensidad salvaje, cubriendo una frontera de 2.000 kilómetros y teniendo en jaque a lo largo de ella, por tantos años, a una nación moderna de dos millones de habitantes, y aun doblegando la totalidad de su esfuerzo, los hacía aparecer como muchísimos más. Y eso es lo que nos da la medida de la grandiosidad de su hazaña.

“El indio con su rostro cobrizo no sabía iluminarse con el resplandor de los colores subidos -escribió el teniente coronel Ramayón (Capellanes militares en los territorios argentinos)-. No se humillaba, no denunciaba flaquezas y tampoco solicitaba piedad. Ignoraba aquellas palabras de clamor, angustias y de desesperación como desahogo de sus males... Erguidas o bajas sus cabezas, no sabían tampoco impregnarse sus ojos con lágrimas... El indio peleó y resistió sin abatirse hasta tanto fuera enteramente dominado por el poder de las armas, pues, aun vencido -unas y otras veces- era para empezar de nuevo con sus correrías a fuerza de coraje y de padecimientos.” Por algo alguien escribió: “El araucano nunca se confiesa vencido, si hoy es derrotado en un punto, mañana se reorganiza en otro.” (Teniente coronel L. Navarro, Crónica militar, t. I.)

(…) “Escribo sobre... la raza más fuerte de América -dice Félix San Martín (Neuquén)- reducida por el blanco recién a los tres siglos y medio de empezada la conquista del Nuevo Mundo, y para la cual nadie, entre nosotros, ante su inmensa desgracia, ha tenido una palabra de conmiseración. Indios, bárbaros, salvajes, les llaman despectivamente nuestros cronistas; y algunos se detienen a enumerar los sangrientos episodios de sus malones, la crueldad de sus reacciones que sostuvieron con invariable fortuna contra las poblaciones cristianas... La historia de esa lucha la hemos escrito los blancos, desde nuestro solo punto de vista y enalteciendo nuestras acciones. No queda constancia de la otra referencia, de la del criterio indígena sobre el mismo asunto. Pero, bien puede formularla la razón serena del estudioso, oyendo a los viejos araucanos relatar, trémulo el labio, la odisea de las tribus en el desbande definitivo, los horribles sufrimientos de la huida a pie por el desierto, dejando a la vera de las sendas sus mujeres y sus hijos muertos por la sed, el hambre, el frío y la fatiga. Nadie podía detenerse a auxiliar al agonizante: la persecución del vencedor era tenaz y no daba cuartel. Los ancianos que formaban escolta de estas caravanas dolientes, rugían de impotencia ante la desgracia irreparable, perdida ya toda esperanza en el poder de los lanceros de la tribu, sus hijos y sus nietos, muertos unos en el entrevero de la sorpresa, dispersos otros en la inmensidad de la Pampa, cerrada a los cuatro rumbos por el círculo de hierro de nuestros batallones. La mayor parte de esos grupos de madres fueron alcanzados por las partidas de descubiertas. Sobre el mismo terreno de la captura se procedía a su distribución... y las madres indias, madres al fin, veían partir a sus hijos a destinos ignorados, y luego morían de tristeza en los campamentos, destrozada el alma, maldiciendo al 'huinca' que desparramaba a los cuatro vientos a los seres queridos, lo único que les quedaba después de la destrucción total de sus familias... Se acusa de crueles y sanguinarios a los indios. ¿Lo fueron con ellos menos los cristianos?... Léanse los partes de nuestros jefes y oficiales, sin distinción, escritos a raíz de los sucesos en que fueron actores, tal vez aún con las manos tintas de la sangre del combate, y se explicarán las reacciones violentas del salvaje, para quien, de todo, los nuestros les resultaban salteadores de sus hogares, invasores extranjeros.”

“Es verdad que muchas poblaciones y estancias fronterizas fueron asoladas por el salvaje -escribió Francisco P. Moreno (Reminiscencias)- pero en cambio ¡cuántos fueron los ancianos, las mujeres y los niños que cayeron en las sorpresas de las tolderías realizadas por las tropas de los degüellos, fusilamientos y atroces estaqueadas, víctimas de la soldadesca que obedecía e interpretaba, bien o mal, la orden o el gesto de un superior!... Cayeron víctimas del rifle o del sable cien veces más guerreros indios y chusma que soldados y pobladores por la lanza y las boleadoras.” Y reproduce el sabio y solemne discurso que oyó de boca de un viejo cacique araucano, en uno de sus viajes por el Neuquén, antes de la llegada de las tropas cristianas:

“Dios nos ha hecho nacer en los campos, y éstos son nuestros: los blancos nacieron al otro lado del Agua Grande y vinieron después a éstos, que no eran de ellos, a robarnos los animales y a buscar la plata de las montañas... En vez de pedirnos permiso para vivir en los campos, nos echan y nos defendemos. Si es cierto que nos dan raciones, éstas sólo son en pago muy reducido de lo mucho que nos han quitado; ahora ni eso quieren darnos y como se concluyen los animales silvestres, esperan que perezcamos de hambre... Nosotros somos los dueños y ellos los intrusos. Es cierto que prometimos no robar y ser amigos, pero con la condición de que fuéramos hermanos... Pero ya es tiempo de que cesen de burlarse de nosotros, todas sus promesas son mentiras.”

(...) Sin embargo, como dice Francisco P. Moreno en la obra mencionada, en lugar de utilizar las “predisposiciones amistosas de los indios, se prefirió al argumento del rémington, y de ahí la destrucción de muchos miles de vidas útiles”. (1)

(...) Y de boca de otro viejo cacique araucano, en los últimos días que precedieron al derrumbe definitivo de aquel pueblo, el teniente coronel chileno, Leandro Navarro (Crónica militar, t. II) reproduce estas hermosas palabras recogidas por un cronista en un parlamento que había tenido lugar en alguno de los bosques perdidos en el fondo de la cordillera austral, con la participación tanto de araucanos del sur de Chile, como de la Pampa argentina: “Nos hemos llevado reunidos toda la noche alrededor de los fuegos preguntándonos qué vendrían a hacer con nosotros los huincas; porque venían a cruzar nuestros libres campos, donde hasta ahora planta alguna de español ha hollado. Los árboles seculares han perdido sus hojas, los esteros y los ríos han cambiado de lecho, sobre campos antes enteramente limpios, han brotado grandes e impenetrables selvas, a los bueyes se les han caído los cuernos de viejos y nada aún había sucedido: pero hoy después de tantos años, llegan los huincas a arrebatarnos nuestros suelos y a levantar pueblos sobre ellos, para quitarnos nuestras costumbres y turbar la soledad de nuestro modo de vivir.”

(…) “Los indios se han ido adentro de mi memoria -recordaba también Roberto Cunninghame Graham (Relatos del tiempo viejo) refiriéndose asimismo a los araucanos de la Pampa- dejando su desaparición, aunque salvajes, un vacío en el mundo, más difícil de llenar que si las obras todas de los griegos se hubieran desvanecido en el aire.”

Bien escribió Horacio Lara (Crónica de la Araucanía): “Todo nos revela que la raza araucana es una raza superior dotada de tan nobilísimas cualidades como de pasiones y sentimientos elevadísimos que no los han poseído muchas de las naciones civilizadas mismas que han legado un nombre a la historia. A la raza de la antigua Araucanía, veámosla, pues, figurar única en la historia del mundo en las circunstancias en que brilló y por los medios de que pudo disponer para defender su independencia, como por la entereza y altivez de espíritu de que dio pruebas en tres siglos de continuo batallar, ayudada tan sólo de una voluntad de fierro y de una fe inquebrantable.”

“A diferencia de lo que pasó con los indios del México y del Perú, hubo que exterminar a los de la Pampa combatiéndolos tres siglos”, escribió Leopoldo Lugones (El payador). “En cambio”, agregó en la misma obra, “el gaucho aceptó su derrota con el reservado pesimismo de la altivez.”

Ahí, en pocas palabras, está compendiada la suerte, mejor dicho, el drama de ambos, frente al desenlace de la lucha que sostuvieron con los propietarios coloniales y, luego, con los miembros de la burguesía terrateniente argentina, por las tierras y las vacas.

En esa contienda, el indio peleó hasta el último aliento, murió y fue olvidado. Y la Pampa quedó allí vacía, pues muy contados araucanos llegaron a permanecer en ella, en concesiones que les dio el gobierno. En cuanto a mestizos, tampoco casi los hubo, pues su relación con el cristiano fue escasa. “No existió en la Pampa -escribió Emilio Coni (El gaucho)- aleación entre el español y el indio como la hubo en el resto del país... La Pampa porteña no fue poblada por mestizos de indios locales, ni por españoles entrados por el Río de la Plata, sino por indios, mestizos y criollos bajados del interior y Paraguay.” “Los indios Pampas fueron siempre irreductibles y de vida nómade -dice por su parte Francisco I. Castro (Vocabulario de Martín Fierro)-. Eran indomables, levantiscos y no se sometían a la servidumbre ni al trabajo con los blancos. Su cruza con el blanco no existió más que en cantidades muy limitadas, y eso en los últimos años de la guerra de fronteras, cuando algunas tribus aquietadas vivían en paz con el gobierno. Su intervención no fue perdurable ni digna de considerarse como factor étnico en el nacimiento y desarrollo del gaucho.”

En cambio, el gaucho sí quedó, pero sometido y esclavizado. El proceso de la domesticación y esclavizamiento del gaucho a la que lo predisponía su innata mansedumbre, no obstante su apariencia de fiera rebeldía, comenzó ya en la Pampa en la época colonial, y se efectuó a través de su paulatina incorporación a las estancias y a los cuerpos militares. El gaucho, generalmente obligado por las circunstancias, entraba como peón en alguna estancia, y finalmente, se aquerenciaba a ella, cobraba afecto por su patrón y se transformaba, luego, en su fiel servidor.

(…) Como lo ha expresado bien el historiador uruguayo Juan E. Pivel Devoto, en su libro ya citado, refiriéndose a los gauchos de su país, pero emitiendo un concepto que se puede hacer extensivo también a los nuestros: “Durante las guerras civiles del siglo diecinueve, fue común el espectáculo de la peonada con el patrón al frente, alistada en las filas de la revolución o del gobierno, sin más lema que el del dueño, sin más odio que el del estanciero, amo y protector a la vez.” También lo expresó Carlos O. Bungue (Nuestra América), escribiendo respecto al gaucho: “En las revoluciones es el primero en hacerse matar. ¿Por qué? ¿Por quién? No se lo preguntéis. Obedece a un capataz negrero, encargado de cumplir las órdenes de un caudillo regional, que a su vez sirve a un político urbano.”

(…) Bien comenta Inchauspe, en el libro antes mencionado, respecto del gaucho: “Todavía, eterno paria, con su desinterés que está de acuerdo con los actos de toda su vida, emprenderá la última cruzada e irá a conquistar, a rescatar nuevas tierras -que tampoco serán de él, jugando con los indios al juego de la muerte, la muerte del indio y la suya propia, pues ambas van juntas, siguiendo el destino ineluctable del ramal que las une como las dos bolas de unas ñanduceras.”

(…) “¡Pobres y buenos milicos! -decía el comandante Prado, al final de la campaña de 1879, (Guerra al malón)-. Habían conquistado veinte mil leguas del territorio y más tarde, cuando esa riqueza hubo pasado a manos del especulador que la adquirió sin mayor esfuerzo ni trabajo, muchos de ellos no hallaron -ni siquiera en el estercolero del hospital- rincón mezquino en que exhalar aliento de una vida de heroísmo, de abnegación y de verdadero patriotismo.”


“Al verse despilfarrada, en muchos casos, la tierra pública, marchanteada en concesiones fabulosas de treinta y más leguas; al ver la garra de favoritos audaces clavadas en las entrañas mismas del país, y al ver cómo la codicia les dilataba las fauces y les provocaba babeos de lujurioso apetito, daban ganas de maldecir la gloriosa conquista lamentando que todo aquel desierto no se hallase aún en manos de Reuque o de Sayhueque. Pero así es el mundo 'los tontos amasan la torta y los vivos se la comen'.”

(…) La desaparición del indio, contra el que se había luchado, manejando el rémington que la oligarquía había puesto en sus manos, vino a sellar definitivamente la esclavitud del gaucho. Porque había eliminado, por su propia acción, el último refugio a donde tenía oportunidad de escapar cuando la suerte le era esquiva: la toldería. Ahora, frente a la prepotencia del patrón, no se le presentaba otra salida que agachar la cabeza.

(…) En el año 1889, Joaquín V. González, en su obra La tradición nacional, había destacado ya la necesidad de que, “en vez de consagrarse a celebrar las glorias de ajenas civilizaciones”, se orientara la conciencia de nuestro pueblo hacia lo nativo “para levantar -decía- el espíritu nacional a la inteligencia de su grandeza”. Y, después de mencionar como ejemplo a La Araucana de Alonso de Ercilla, agregaba: “es ese mismo pueblo inmortalizado por la epopeya y la desgracia [refiriéndose al araucano], el que atrincherado y diezmado por la colonización moderna en un rincón de la tierra que dominó como soberano... hace apenas algunos años acaba de someterse por completo al imperio de nuestras leyes y de nuestra cultura, después de librar combates desesperados y después de una larga guerra de venganza y exterminio”. Y, luego de calificar a esa guerra de “memorable”, expresaba que de ella “brotarán algún día la unidad de la tradición, y quizá los elementos de la gran epopeya americana”.

(...) No obstante, en orden a la necesidad, había que crear una superchería y hacer de aquel gaucho apocado y vencido, “señor de la Pampa”, y, al mismo tiempo, denigrar al indio. Así empezó Leopoldo Lugones a llamar al gaucho “amo de la Pampa”. Y, enseguida, dictaminó: “El gaucho fue el héroe y el civilizador de la Pampa”, seguido por Ricardo Rojas que también escribió: “La Pampa antigua alcanzó su personificación histórica en el gaucho”.

(...) En busca de lo que trataba de hallar, Lugones, residente en París, como los grandes dueños de estancias, estudió el olvidado poema del versificador José Hernández, El gaucho Martín Fierro, y comprendió todo el provecho que se podía sacar de él, creando una tradición y una conciencia nacional al uso de la oligarquía -en cuyo primer servidor se había transformado-, que le fuera útil, además, para contener las masas que comenzaban a levantarse en las ciudades. Esas masas, en su mayor parte extranjeras, no tenían la menor idea de las tradiciones argentinas y eran, por lo tanto, fáciles de engañar. Enseñándoles la filosofía del gaucho sometido, como ideal para la orientación de su conducta, se le podía dar una verdadera inyección de mansedumbre, y también salir al encuentro de sus pretensiones de influir en los destinos del país. Por algo el autor de El payador, ex socialista y ex violento agitador rojo en La Montaña, hablaba ahora contra “la ralea mayoritaria” que, según él, “trató de manchar a un escritor [él mismo] a quien nunca habían tentado las lujurias del sufragio universal”.

Y así fue como el Martín Fierro fue consagrado “poema nacional”, la lacrimosa conformidad de su protagonista, proclamada norma para la formación de la personalidad del hombre argentino, y la filosofía cínica y rastrera del Viejo Vizcacha tenida por expresión de lo que se dio en llamar la “argentinidad”.

(…) “Cuando seguramente esperaban los más que Lugones diera conferencias sobre un tema a la moda en Francia -prosigue su hijo-, hete aquí que el escritor sale con una serie de disertaciones sobre Martín Fierro, el poema de José Hernández.” Y anota: “Diré tan sólo que fue Lugones el primero de los primeros cuya pluma, con glorificar aquellos versos, enalteció la figura del gaucho, personaje de romances en el medio argentino.”

Así fue cómo Leopoldo Lugones, en las “épicas jornadas oratorias del Odeón”. Como alguien las llamó, ante todas las figuras representativas de los poderes públicos -al frente de los cuales estaba un presidente palaciego-, los propietarios de las tierras y las vacas, los diplomáticos extranjeros, los representantes de la banca internacional y de las academias oficiales, reunidos en gala para escucharlo, junto con las señoras de la “alta sociedad”, proclamó al Martín Fierro nuestro poema máximo y la fuente más pura de nuestra tradición. Martín Fierro era un “paladín nacional”.

(…) Nosotros ya hemos expuesto nuestra apreciación sobre el poema del versificador Hernández, y no vamos a volver al respecto. Sólo nos quedaría agregar que sería la primera vez en la historia que un pueblo orientara su conducta y formara su conciencia nacional sobre la base de ideales de inmoralidad y de esclavitud. Por algo, un autor europeo, Herman Keyserling, en sus Meditaciones sudamericanas, llegó a escribir asombrado: “El 'Martín Fierro', la epopeya nacional argentina, representa algo único en la literatura universal en cuanto a que su protagonista es un pobre diablo y no vence al final. Su patriotismo reposa en aceptar la preponderancia de los ricos como destino inmutable; en toda la epopeya reina un ambiente de comprensiva resignación.”

Queda, pues, frente a tales proposiciones espurias, presentar la realidad tal cual fue y deducir de allí dónde están las verdaderas tradiciones nacionales y las fuentes más puras para el fortalecimiento de nuestra conciencia nacional. Y en la Pampa, que se toma como escenario para dar cuerpo a tales requisitos, y donde se desarrolló la epopeya más grande que tuvo lugar dentro de nuestro territorio, el testimonio irrefutable de los hechos históricos nos está diciendo algo muy distinto de lo que pretende presentar la superchería oligárquica: que la verdadera dimensión de la Pampa no la da el gaucho derrotado, sino el indio araucano, que llenó esa inmensidad con sus portentosas hazañas, que aún no ha descubierto el pueblo argentino, pero que, cuando lo haga, hallará en ellas la verdadera cantera de ejemplos que necesita para la orientación de su conducta como hombre y para la afirmación de su conciencia nacional, con inmediatas tareas históricas que lo están esperando.

(...) Bastaría recordar que el lema de Mariano Moreno, padre de la nacionalidad argentina, decía: “Prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila.”


(1) Nota: “Se suele tomar como piedra de toque la cuestión: ¿de qué le sirve el indio para el acrecentamiento de la riqueza nacional? Este criterio es enteramente falso. También los antiguos germanos eran perezosos. ¿No yacían ellos sobre pieles de osos y bebían aloja? Y, ¿qué se ha hecho de ellos, no tanto por propia iniciativa, sino principalmente mediante el poderoso influjo de la cultura romana? -se preguntaba el Padre Augusta en Lecturas araucanas -. La respuesta es innecesaria.”


Fuente: "Pampas y Lanzas", Quebracho (Liborio Justo), Biblioteca del Pensamiento Crítico Latinoamericano, Buenos Aires 2011.
Ilustración: Angel Della Valle, "La vuelta del Malón", 1892.

martes, marzo 05, 2013

Lo que sube es la humedad


                                                                                                      
 De debajo del agua

Han extraído durmientes

Leño que yace

Mientras la Luna se recoge

(Algo inquieta)

En la penumbra

(Tal vez se muerda los labios)

¡Es que está tan atareada la pobre

Que apenas le queda tiempo

Para ver a su Endimión!

 

(Subida del Monte Análogo)

 

¡La montaña!

La montaña, sí

La montaña

Dicen que fue una gran escalada su poesía

Su empe-cima-miento

Su en(oo)rme trabajo del mundo

Su locura

 

¿Hacia ese solo agujero seguiremos rodando?

¿Al pozo sin-fin?

¿Sin un refugio siquiera donde recogernos?

¿Sin costado?

¿Sin alero?

¿Sin nada-de-nada debajo del agua?

 

Hacia el solo agujero se rueda

(A dios rogando y con el mazo dando)

¿Por qué quedarnos entonces allí, inmóviles

Asidos al trapecio de su lecho de agujas?

Es como si un mismo padre

Nos siguiera pegando:

 

Con los pies descubiertos

Con los dientes de lobo

Con el cinto de nácar

 

¿Con la bota de iguana?

 

Yo conocí todas las gradaciones del castigo

Yo conozco bien las marcas de todo lo castigado

 

No Amor, así no sigas...

Revuelve y amasa las piedras

Con aceite de cedro

Y con cruda linaza

Y deja entonces que venga esa niña

Que dice ser tan buena

(La que no resuelve)

(Y revuelve, y revuelve, y revuelve)

La que arruinó tu destino

 

Las piedras más redonditas

Déjalas macerar en los pliegues de tu carne

(Olvídate de ese fantasma: no hay ningún cuerpo en la carne)

Y luego de un tiempo

Lanza por el aire esos cantos-adorados

Hacia un (no-cualquier) tejado

De madera gris

 

Los Alerces te dirán todo lo que crean necesario

(Las preguntas siempre están de más)

Un viejo Lahuán, tal vez

Te guiará hasta allí

 

Pero revuelve aún, y busca en las piedras

Busca y rebusca

La negra, la roja, la blanca

Y tu calfucurá de profunda agua marina...

¡A que es muy bonito ese manantial

De serena Inconsciencia!

 

No, no tengas miedo niño

De sentirte niña

Puedes también pintarle estrellitas

(Tienen que ser muy chiquititas...)

Pues serán para la cuna

Donde jugará tu hija

Con el Péndulo Azul...

 

Y frente a nosotros

Coronada

Insolente

Análogamente inmensa

¡La Montaña!

¡La Montaña!




Texto: Eduardo Magoo Nico

Foto: Gustavo Piccinini