jueves, noviembre 27, 2014

Conde de Lautréamont



Los cantos de Maldoror



(Fragmento del Canto Primero)

Me propongo, sin estar emocionado, declamar con poderosa voz la estrofa seria y fría que vais
a oír. Prestad atención a su contenido y evitad la penosa impresión que ella intentará dejar
como una mancha en vuestras turbadas imaginaciones. No creáis que yo esté a punto de morir,
pues todavía no soy un esqueleto ni la vejez se ha pegado a mi frente. Descartemos, por lo
tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia huye, y no
veáis ante vosotros más que un monstruo cuyo rostro me hace feliz que no podáis contemplar,
aunque es menos horrible que su alma. Sin embargo, no soy un criminal... Pero basta de este
asunto. No hace mucho tiempo volví a ver el mar, pisé el puente de los barcos, y mis
recuerdos son tan vivos como si los hubiera abandonado ayer. No obstante, si podéis, conservad
la misma calma que yo en esta lectura, que ya me arrepiento de ofreceros, y no os sonrojéis
ante el pensamiento de lo que es el corazón humano.

¡Oh, pulpo de mirada de seda! Tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas en un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien se asientan noblemente, como en su residencia natural, por un común acuerdo, con un lazo indestructible, la dulce virtud comunicativa y las gracias divinas. ¿Por qué no estás conmigo, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, sentados los dos sobre alguna roca de la orilla, para contemplar ese espectáculo que adoro?

Viejo océano de olas de cristal, te pareces, en las proporciones, a esas marcas azuladas que se
ven sobre el dorso magullado de los grumetes, eres un inmenso azul aplicado en el cuerpo de
la tierra: me gusta esta comparación. Así, a primera impresión, un soplo prolongado de
tristeza, que se creería el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando inefables huellas, sobre el
alma profundamente conmovida, y, sin que siempre se advierta, evocas el recuerdo de tus
amantes, los duros comienzos del hombre en los cuales tiene conocimiento del dolor, que no le
abandonará  jamás. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que alegra la cara grave de la geometría, me
recuerda demasiado los ojos pequeños del hombre, similares por su pequeñez a los del jabalí,
y a los de las aves nocturnas por la perfección circular de su contorno. Sin embargo, el hombre
se ha creído hermoso en todos los siglos. Pero yo creo que el hombre sólo cree en su belleza
por amor propio, pues en realidad no es bello y él lo sospecha; si no, ¿por qué mira el rostro
de su semejante con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. Nunca cambias de una
manera esencial, y, si tus olas están en alguna parte furiosas, más lejos, en alguna otra zona, se
hallan en la más completa calma. No eres como el hombre, que se detiene en la calle para ver
cómo se atenazan por el cuello dos dogos y no se detiene cuando pasa un entierro, que por la
mañana es asequible y por la tarde está de mal humor, que ríe hoy y mañana llora. ¡Te saludo,
viejo océano!

Viejo océano, no sería nada imposible que escondieras en tu seno frutos de utilidad para el
hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las
ciencias naturales los mil secretos de tu íntima organización: eres modesto. El hombre se
vanagloria de continuo, y por minucias. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, las diversas especies de peces que alimentas no se han jurado fraternidad entre
sí. Cada especie vive por su lado. Los temperamentos y las conformaciones que varían en cada
una de ellas, explican, de una manera satisfactoria, lo que al principio sólo parece una
anomalía. Igual sucede con el hombre, que no tiene los mismos motivos de excusa. Un trozo
de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, pero ellos se creen obligados a
no mezclarse en la existencia de sus vecinos, fijos como raíces sobre el pedazo de tierra
contiguo. Descendiendo del grande al pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su
guarida, y raramente sale de ella para visitar a su semejante, acurrucado igualmente en otra
guarida. La gran familia universal de los hombres es una utopía digna de la lógica más
mediocre. Por otra parte, del espectáculo de tus mamas fecundas se desprende la noción de
ingratitud, pues se piensa en seguida en los numerosos padres, tan ingratos hacia el Creador,
para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo es comparable a la medida que uno se hace de la
potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede
abarcar de una ojeada. Para contemplarte es preciso que la vista haga girar su telescopio con
movimientos continuos hacia los cuatro puntos del horizonte, de igual modo que un
matemático, a fin de resolver una ecuación algebraica, está obligado a examinar
separadamente los diversos casos posibles, antes de resolver la dificultad. El hombre come
sustancias nutritivas, y hace otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar impresión de
grueso. Que se hinche cuanto quiera esa adorable rana. Quédate tranquilo, nunca igualará tu
corpulencia; al menos eso supongo. ¡Te saludo viejo océano!

Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo sabor que la hiel que
destila la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se
le hace pasar por un idiota; si algún otro es bello de cuerpo, se le hace un horrible
contrahecho. En verdad, es preciso que el hombre sienta con fuerza su imperfección, cuyas
tres cuartas partes son debidas a sí mismo, para que lo critique de ese modo. ¡Te saludo, viejo
océano!

Viejo océano, los hombres, a pesar de la excelencia de sus métodos, todavía no han
conseguido, ayudados de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la
profundidad vertiginosa de tus abismos, los cuales han reconocido inaccesibles las
sondas más largas y pesadas. A los peces... les está permitido: no a los hombres. A menudo me
he preguntado qué será más fácil de reconocer: la profundidad del océano o la profundidad del
corazón humano. Con frecuencia, con la mano, de pie sobre los barcos, mientras la luna se
balanceaba entre los mástiles de forma irregular, me he sorprendido, haciendo abstracción de
todo lo que no fuera el objeto que perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema.
Si, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos; el océano o el corazón humano? Si
treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una
u otra de esas soluciones, me estará permitido decir que, pese a la profundidad del océano, no
podrá colocarse a la par, en cuanto a la comparación sobre dicha propiedad, con la profundidad
del corazón humano. He estado en relación con hombres que han sido virtuosos. Morían a los
sesenta años y nadie dejaba de exclamar: «Han hecho el bien en este mundo, es decir, han
practicado la caridad: eso es todo, no es nada malo, y cualquiera puede hacer otro tanto».
¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, por una palabra mal
interpretada, se separan, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de
la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver más, cada uno
embozado en su solitaria soberbia? Es un milagro que se renueva cada día y que por ello no es
menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales
de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque se está
afligido al mismo tiempo? Un ejemplo incontestable para cerrar la serie: el hombre dice
hipócritamente sí y piensa no. Por eso los jabatos de la humanidad tienen tanta confianza los
unos en los otros y no son egoístas. Le queda a la sicología muchos progresos que hacer. ¡Te
saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu poder es tan grande que los hombres lo han sabido a sus expensas. Y por
mucho que utilicen todos los recursos de su genio... serán incapaces de dominarte. Han
encontrado su maestro. Digo que han encontrado algo más fuerte que ellos. Algo que tiene
nombre. Ese nombre es: ¡el océano! El miedo que les inspiras es tal, que te respetan. A pesar de
ello, haces danzar sus más pesadas máquinas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces
realizar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables inmersiones hasta el fondo de tus
dominios que un saltimbanqui envidiaría. Bienaventurados aquellos a quienes no envuelves
definitivamente entre tus pliegues burbujeantes para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas
acuáticas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre
dice: «Soy más inteligente que el océano». Es posible, es incluso muy cierto, pero el océano le
causa más temor a él que él al océano: es algo que no es necesario comprobar. Ese patriarca
observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe
piadoso cuando asiste a los combates navales de las naciones. He ahí un centenar de leviatanes
que han salido de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los
gritos de los heridos, los cañonazos, es el ruido realizado a propósito para aniquilar algunos
segundos. Parece que el drama ha terminado y que el océano se lo ha metido todo en su
vientre. La boca es formidable. ¡Qué grande debe ser hacia abajo, en dirección a lo
desconocido! Para coronar al fin la estúpida comedia, que carece de todo interés, se ve, en
medio de los aires, alguna cigueña retrasada por el cansancio, que se pone a gritar, sin detener
la envergadura de su vuelo: «¡Vaya!... ¡Me encuentro mal! Allá abajo había algunos puntos
negros; he cerrado los ojos y han desaparecido». ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, oh gran célibe, cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te
enorgulleces, con razón, de tu magnificencia nativa y de los justos elogios que me apresuro a
dedicarte. Mecido voluptuosamente por los suaves efluvios de tu lentitud majestuosa, que es el
más grandioso de los atributos con que el soberano poder te ha gratificado, en medio de un
sombrío misterio, tú haces rodar por toda tu sublime superficie tus incomparables olas, con el
sentimiento sereno de tu poder eterno. Ellas se persiguen paralelamente, separadas por cortos
intervalos. Apenas una disminuye, otra, creciendo, va a su encuentro, acompañada del rumor
melancólico de la espuma que se deshace para advertirnos de que todo es espuma. (Así, los
seres humanos, esas olas vivientes, mueren uno tras otro, de una manera monótona, sin dejar
siquiera un ruido de espuma). El ave de paso reposa, confiada sobre ellas, y se abandona a sus
movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que los huesos de sus alas han recobrado el
vigor preciso como para continuar la aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana
sólo fuera la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y ese deseo sincero te
glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo,
como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres
más bello que la noche. Respóndeme, océano, ¿quieres ser mi hermano? Agítate con
impetuosidad... más... todavía más, si quieres que te compare con la venganza de Dios; alarga
tus garras lívidas y fráguate un camino en tu propio seno... está bien. Haz que rueden tus olas
espantosas, horrible océano sólo por mí comprendido y ante el que caigo prosternado de
rodillas. La majestad de los hombres es prestada; no se impone: tú, sí. Oh, cuando avanzas,
con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un cortejo,
magnético y salvaje, haciendo rodar tus olas unas sobre otras con la conciencia de lo que eres,
mientras lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un remordimiento
intenso que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que los hombres tanto temen,
incluso cuando te contemplan, estando seguros, temblorosos desde la orilla, y entonces veo
que no tengo el insigne derecho de llamarme tu igual. Por eso, en presencia de tu superioridad,
te daría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor que contienen mis aspiraciones
hacia lo bello), si no me hicieses dolorosamente pensar en mis semejantes, que forman contigo
el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no
puedo amarte, te detesto. ¿Por qué vuelvo a ti, por milésima vez, hacia brazos amigos, que se
abren para acariciar mi frente ardiente, cuya fiebre siento desaparecer sólo a tu contacto? No
conozco tu oculto destino, pero todo lo que te concierne me interesa. Dime entonces si eres la
morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo... dímelo, océano (a mí sólo, para no entristecer a
aquellos que no han conocido sino las ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades
que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría
saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que esta sea la última estrofa de mi
invocación. Por lo tanto, una sola vez más, quiero saludarte y darte mi adiós. Viejo océano, de
olas de cristal... Mis ojos se humedecen de abundantes lágrimas, y no tengo fuerzas para
seguir, pues siento que ha llegado el momento de volver con los hombres de aspecto brutal;
pero... ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro
destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!




Isidore Lucien Ducasse "Conde de Lautréamont" ( Montevideo, 4 de abril de 1846 – París, 24 de noviembre de 1870) es considerado uno de los precursores del surrealismo.


Foto: Alejandro Pi-hué