miércoles, mayo 20, 2020

Otro fin del mundo es posible



Todo comenzó con un viejo paisano de Próspero Lassalle, una estación de ferrocarril abandonada de un ramal fuera de uso (como casi todos los ramales ferroviarios argentinos) en lo más profundo de la provincia de Buenos Aires. Digamos donde Cafulcurá perdió el poncho, pues es la zona donde arrancó su devastante avance hacia las lineas de frontera del blanco, en el último malón. Por allí tenía su rancho un viejo criollo empobrecido, que se alimentaba sobre todo de lo que lograba cazar con sus perros. Alguna liebre bichoca, algún borrego robado a los vecinos cuando se ausentaban, algún huevo de ñandú recuperado de sus largas travesías por los pajonales donde nacen los afluentes del río Quequén Salado. Y sobre todo de peludos, una especie de armadillo (Chaetophractus villosus) que abunda por esos lares y que él sabía arrancar con maestría de sus cuevas menos profundas.


En el último período, este hombre que andaba de mal en peor, se había pescado además el Dengue que ya era habitual en los pueblos vecinos (Vela, De la Garma) adonde solía ir por tabaco, yerba, y galleta de campo, y sobre todo para hacer alguna changa que le permitiera pagarlos, siempre montado en su yegua Andariega. Así que con estas fiebres encima (la llamada “quebrantahuesos” por los dolores que produce en la osamenta) el pobre cristiano terminó por alimentarse casi exclusivamente de estos bichos, que era los que tenía, como veremos, “al alcance de la mano”.


Lo cierto es que el modo tradicional de cazarlos es muy sencillo, hay que hacerse de una pala y caminar entre las pajas bravas, y cuando se divisa alguno que hace su corta carrera y se mete de cabeza en una madriguera, con la pala se escava un poco hasta verle la cola, y luego metiéndole el dedo medio en el culo, se logra que el animal (que se defiende abriendo su armadura de placas óseas contra las paredes de la angosta cueva, clavándose de hecho en ellas) cierre las escamas de su caparazón en torno al dedo invasor (por la misma acción refleja que tiene cualquier humano en tal trance). Es el momento en que el paisano, tomándolo fuertemente de su cola huesuda, pero sin dejar de penetrarlo, con un golpe seco lo arranca de las entrañas de la tierra, mientras con otro golpe, pero esta vez del mango de palo duro del rebenque en la cabeza, lo deja seco antes de que se le escurra. La vida es dura, pero la muerte puede ser en algunos casos, bastante amable.


Hasta que un día, su dedo con un corte mal cicatrizado de una pequeña herida de cuchillo, vino a ponerse en contacto con la sangre del culo desgarrado del pequeño gliptodonte, que por ese entonces eran portador de un virus hasta entonces desconocido por la ciencia, que se daba cíclicamente en ellos. El peludo, que se alimenta de osamentas de difuntos (hasta en los cementerios) es sumamente resistente a las enfermedades, pero es un pequeño carro armado de transporte de virus y microbios de todo tipo. El que ahora los aquejaba no llegaba a matarlos, pero los tenía bastante confundidos durante la infección, y mucho más lentos que de costumbre ante la presencia del humano estuprador, y su jauría de perros. Es así que este virus se puso en contacto azarosamente, ese día, con la sangre del paisano, y por lo tanto con el virus del Dengue, enfermedad infecciosa transmitida por mosquitos, principalmente por el Aedes aegypti, que hizo de vector. Y de allí en más, y de mutación en mutación, esta peste llegó a asolar a casi el conjunto de la población argentina, primero criolla, y luego finalmente urbana, y de todos los países del mundo.


Al virus, en principio, popularmente, se lo llamó el Leopoldo (por Lugones, autor de “El Payador”), otros simplemente lo llamaban el virus del Peludo (haciendo referencia muchos a Irigoyen), otros más pícaros aún, lo llamaban el Jaimito (por Jaime Torres, famoso charanguista, siendo el charango un instrumento que se fabrica, precisamente, con la caparazón del peludo y también por un protagonista de chistes con doble sentido, muy populares en la argentina). Científicamente se lo denominó más tarde “Cha 21” (parece que quien llegó a aislarlo por primera vez, fue un biólogo de apellido Chaparro). Lo cierto es que sus efectos fueron tremendos, ya que a los síntomas ya típicos del Dengue, se le sumaron la incómoda osificación escamosa en las espaldas de las personas contaminadas, con deformación de las vertebras dorsales, de modo que vestidos parecían todos jorobados, llegando incluso en un par de generaciones a modificar definitivamente el genoma humano. Pero éste es el final de la historia, y quiero contar a los que la desconocen, algunas particularidades de los inicios de la pandemia, que he recogido de los distintos cronistas, en las pocas fuentes originales que nos van quedando.


El crecimiento del dedo medio (o gigantismo de las falanges de la mano derecha) fue el primer síntoma del morbo, y del líquido que supuraba por sus pústulas, emergía, amenazante, el primer conductor del contagio, antes de la segunda mutación del virus, que a este punto parecía ya inarrestable. Es por esto que algunos chistosos, digamos que la mayoría de la población antes de la propagación generalizada del virus, lo llamaba F.O. (por Fuck Off) pues en esta fase, todos llevaban el dedo medio engrandecido y supurante, vendado y encapuchado en un tubo de plástico, con un cierre supuestamente hermético, luego se demostró que este intento de contención del contagio no fue en algún modo eficiente.


A esta deformación, más tarde vino a sumarse un desorden en la conducta de las víctimas, una extraña pulsión a adquirir la posición fetal (más que fetal se diría de “bolita”) ante los continuos ataques de pánico que producían los picos febriles. Y como si esto fuera poco, la tendencia irracional a enterrarse, con lo cual el metro cúbico de arena se fue por las nubes, y en las ciudades, el Estado tuvo que intervenir, creando enormes arenales en lo que antes fueran espacios verdes, para evitar suicidios en masa, ya que lo único que calmaba a estas pobres gentes, en estos verdaderos brotes psicóticos, era enterrarse desnudos ante el escozor generalizado que abrasaba sus pieles. Enterrarse como el peludo, justamente, abriendo con sus propias manos una estrecha madriguera para poner la cabeza a salvo de sus propias alucinaciones, y luego el resto del cuerpo hasta las nalgas, que no podían llegar a cubrir por la inmovilidad de sus brazos al lograr introducir el entero torso en el refugio. Afortunadamente para las víctimas, el aire lograba penetrar por el espacio que deja la parte final de los muslos, que pueden, junto a las nalgas, entreabrirse y cerrarse, y evitar de ese modola muete por asfixia. Desde luego para los obesos el problema era mayor, y más de uno perecía en el intento de conciliar la pulsión al entierro, y la necesidad de respirar.


Los estadios de fútbol se transformaron en grandes areneros públicos y en ellos se concentró la mayor parte de la Asistencia Pública, formada en principio por médicos, personal de enfermería, bomberos y voluntarios no contagiados. Hasta que tuvo que movilizarse también a todos los cuerpos de ejército y gendarmería, en especial para realizar los traslados de la personas con mayor riesgo de vida de los espacios verdes a los estadios, los cuales con brigadas de ingenieros, arquitectos, personal de vialidad y de obras públicas, comenzaron rápidamente a techarse y transformarse en estadios cubiertos, con los más diversos materiales que se encontraran a disposición, cuando las chapas de zinc y las vigas metálicas, comenzaron a agotarse. En tanto, en estos verdaderos hospitales “de campo”, se intentaban distintas terapias científicas, y empíricas, para intentar curar o contener al menos, a las víctimas del “Cha 21” (no se confudan los no informados, con el “Mal de Chagas” o “Chagas-Mazza”, pues ésta es otra enfermedad endémica de estas regiones, pero muy anterior a la aparición del nuevo virus y transmitida por una especie de chinche, llamada Vinchuca, en nuestro país).


Cuando comenzaron los suicidios por ingesta de arena, se encontró ante el clamor generalizado, que lo único que aliviaba la desesperación de las víctimas era la penetración anal, a espacios de tiempo más o menos regulares. Hubo de ser movilizado para tal efecto, y con total silencio de prensa, una división especial del ejército, procedente del Chaco, y un escuadrón de voluntarios de ambos sexos de la Protección Civil, para acudir a estas personas desesperadas. Se importaron de la China los nuevos consoladores A4G (con baterías de litio) hechos con un nuevo metal semilíquido, adaptable a diferentes tamaños y necesidades, mientras la industria nacional ante la dificultad para reemplazar las baterías, por su alto costo, luchaba por desarrollar unos vetustos “consoladores justicialistas” como los llamaban las malas lenguas (que nunca faltan), readaptando transistores de viejas radios Spika en desuso, y con cableado a la red de energía eléctrica, para evitar la reposición de las costosas y a un cierto punto, inhallables baterías, ante la demanda internacional. El encargado de éste proyecto fue el genio de la electrónica local, Andrés Galeotti, propietario de los laboratorios “Cluster”. Digamos que a pesar de los esfuerzos de nuestro héroe, con estos aparatos reciclados y emparchados, muchas veces fue peor el remedio, que la enfermedad.


Desde los inicios de la difusión del mal, se pidió ayuda todos los organismos internacionales para financiar el desarrollo de una vacuna, y fármacos para tratar los síntomas o una posible cura. En principio no hubo una respuesta más que simbólica (el envío de insumos sanitarios ya caducos), pues a nadie le interesaba salvar, verdaderamente, a una población siempre problemática, que según el Banco Mundial estuvo a punto de producir una revolución social en diciembre del 2001, y con rarezas tales como poseer el mayor número de trostkistas (en relación a la población) del mundo. Además, esta especie de armadillo llamada Peludo (émulo del Pangolín) “en Europa no se consigue”, como decía una antigua publicidad, de ya no recuerdo qué producto, y por otra parte, el Dengue es una enfermedad tropical, y en el mundo considerado “civilizado” se conocían solo casos importados por turistas que habían adquirido la enfermedad en sus países de orígen . La extrañedad, o el exotismo, de esta epidemia, hacía que la población del norte del mundo occidental y cristiano, se creyera a salvo de cualquier difusión del contagio. Ésta era la posición oficial de la mayoría de los gobiernos. Diplomáticamente, por supuesto, y ante la prensa, se transmitía toda la solidaridad con la colonia en problemas, mientras los países desarrollados, previendo una nueva mutación del virus, invertían sumas ingentes junto a las multinacionales del sector, para ser los primeros en encontrar una vacuna para el nuevo virus, manteniendo el secreto industrial, y especulando con los pingües dividendos que podía dar la posesión de un arma defensiva semejante.


Lo que se temía, sucedió, el virus comenzó transmitiéndose por la secreción del “Dedo de Dios”, como también se lo llamaba por entonces (la creatividad de los argentinos para colocar motes irónicos, o denominaciones graciosas a todo lo que aparece, es proverbial). También se lo llamó entonces “virus E.T” y “virus Miguel Angel” (por la famosa imágen de la Capilla Sixtina) aunque el dedo en cuestión no fuera el mismo. En la segunda fase comenzó a transmitirse también a través de la picadura del mosquito, que lleva la sangre de un infectado a una persona sana (ya fusionado o hibridizado con el virus del Dengue). Para finalmente, en la tercera fase, terminar transmitiéndose de hombre a hombre, a través de todas sus secreciones, y en especial, la más social de todas, la saliva, es decir, las moléculas que entran y salen del cuerpo humano a través del respiro.


Otro capítulo es el de los autodenominados, veganos o animalistas. Estos se declararon desde el principio a favor del virus y contra la humanidad. Escribieron en un manifiesto público “que el mal anida en el hombre, que es el más dañino de todos los virus”, y que “para salvar la vida en el planeta y el resto de las especies que la habitan, es necesaria la extinción de la humanidad”. En principio nadie los tomó muy en serio, con sus consignas que le tomaban el pelo a los esfuerzos de todos los comprometidos en la lucha contra la pandemia: sanos solidarios, voluntarios y autoridades políticas y sanitarias, pero también era un insulto a las víctimas que comenzaban a morir de a miles y no ya cientos, o cifras menores a dos dígitos. Con sus pintadas provocatorias, del tipo “Todo el poder a las Mulitas” (ya que estos animalitos, el “armadillo común” o Dasypus hybridus), que comparte el mismo espacio geográfico en la Pampa Argentina y bastante similares al Peludo por el aspecto, como sabemos, tienen una dieta limitada a vegetales e insectos, y son de hábitos sumamente pulcros). Pero cuando comenzaron las provocaciones más agresivas o directas como: “Adopte un Peludo, de algo hay que morir”, “Viva la extinción de la humanidad” o “Los humanos son peor que la peste”, no solo fueron puestos al bando e ilegalizados por el gobierno, sino que expontáneamente se produjeron verdaderos pogromos que partieron de los barrios carenciados, hacia sus refugios de los barrios altos, para sacarlos de sus madrigueras y lincharlos públicamente. Con lo cual podemos decir, que fue el primer grupo humano, que coherente con sus ideales, desapareció rápidamente de la faz de la tierra. Por supuesto, se opusieron desde el inicio a las fumigaciones contra el mosquito, cuando fue imprescindible hacerlas, o mucho antes, a la matanza de Peludos, cuando se decidió crear una franja de seguridad de cinco kilómetros en torno a las grandes poblaciones, y de mil metros en torno a las poblaciones de menos de veinte mil habitantes, libre de cascarudos, infectados o no.


Miles de personas con el cuerpo ya “acharangado” por el virus, se dirigían, en tanto, a los templetes diseminados por todo el país del último (o uno de los últimos) cultos populares de masas, generados por la “simple necesidad de creer en algo” de la gente común, el culto del “Gauchito Gil”. A los tradicionales objetos de culto (la casita conteniendo la imagen del “gauchito”, las banderas y los pañuelos rojos, bajo la sombra de un árbol protector) se agregaron carcasas de peludo protegiendo los capuchos de plástico que se usaban para cubrir el dedo medio, en los inicios de la epidemia, y consoladores fuera de uso, a modo de cientos de pequeños obeliscos sacros, en torno a los templos del Santo.


Y aprovecho este episodio de la crónica que nos ocupa, para decir también, en relación a todas las creencias, institucionales o no, que la creación de mitos es una manifestación ancestral, constituyente del cerebro humano (al cual dedica nada menos que uno de sus dos hemisferios). Que se ha desarrollado a través de milenios en el intento de “comprender” la realidad, y reproducirla o modificarla, en función de las necesidades más íntimas y urgentes de cada época histórica. Al menos eso afirman la mayoría de los estudiosos del tema, y yo estoy de acuerdo con ellos. En especial, la necesidad de recuperar fuerzas ante la desmoralización (mediante el pensamiento místico y la fe, como forma extrema de la esperanza) producida por la continua hostilidad del medio ambiente (con el terror siempre al acecho, bajo la forma de bestias de preda en el pasado, o de desastres naturales e histórico-sociales, hoy). Como dijera (o intentara decir) un tal Charly García (en una canción de la que quedan pocos registros todavía dando vueltas) también el amor, el arte, la poesía, las premoniciones o intuiciones que provienen del laborío inconciente, o subconciente, y del sueño, “son parte de la religión”.


En fin, para comenzar a concluir este relato antes de que sea demasiado tarde, debo decir que por primera vez los nacionalistas argentinos de toda laya, pudieron ver con satisfacción, cómo un producto de la cultura “nacional y popular”, conquistaba el mundo (después del Tango). La humanidad fue diezmada, debería decir “aniquilada”, ya que sólo una de cada diez personas sobrevive hoy a esta pandemia, luego de aquellas que parecían insuperables, por el grado de devastación que produjeron en la economía, por entonces, capitalista “liberal”. No pasó mucho más de medio siglo desde aquel Covid 19 y Covid 20, y esta epidemia, que parece haber cedido ahora, dejando fuertes marcas en el genoma humano, y retrotayéndonos a una economía de subsistencia, bastante similar a la de la baja Edad Media.


Los sobrevivientes son sobre todo personas aisladas, con poco o ningún conocimiento científico. Tribus de la Amazonia y del Borneo, pastores de la Siberia, de la Mongolia y de todas las zonas desérticas o semidesérticas del Africa y de Latinoamérica. Y unos pocos sobrevivientes europeos y norteamericanos entre los que me cuento (aunque mis orígenes sean argentinos), pero donde el virus sigue produciendo cada tanto, nuevas víctimas. Lo que quedó de la industria luego de los saqueos, los incendios y las hecatombes, más o menos “naturales” (derrame y dispersión de químicos cancerígenos producto de tormentas, o por abandono y falta de mantenimiento en los depósitos, explosión de centrales nucleares por igual motivo, etc.) en las zonas a salvo de estos flagelos, no se pudo utilizar porque casi nadie, que hubiera sobrevivido, sabía utilizar las modernas maquinarias semirobotizadas y los programas computaarizados y criptados, y la mayor parte de las bibliotecas científicas y los laboratorios, así como las universidades, se perdieron en los incendios, ya que eran el blanco preferido de la ultraderecha religiosa, que culpaba a la “ciencia” de este nuevo Apocalipsis. En sus cabezotas, una manifestación de la “Ira Divina”.


De manera que un buen técnico de cualquier sector industrial, un obrero especializado, los pocos científicos sobrevivientes (los médicos y biólogos sobre todo) y algún profesor universitario, se transformaron en monumentos culturales del conjunto de la humanidad, intangibles, y fuera de toda juridicción nacional. El gobierno de lo poco que quedó de la civilización humana preexistente, en un intento heroico de recuperación, reuniéndose en torno a una única mesa, a través de delegados de las más diversas regiones del mundo, constituyeron una nueva Liga, esta vez no de los “Estados”, sino de los Pueblos, cuya función es reconstruir de la mejor manera posible, lo poco de bueno y funcionante que el pasado nos legara como herencia, e intentar recuperar del conocimiento alcanzado, lo que logremos, en principio, volver a comprender. Entre estas innumerables cosas, muchos idiomas que quedaron casi sin hablantes, y sobre todo sin quien los pueda traducir.


Hasta aquí llega mi relato que espero alguien recoja, y dejo a buen reguardo, pues parece que ha llegado mi turno, a pesar del aislamiento en el que he vivido estos últimos tiempos. Ya no soporto el escozor, y no resisto el deseo de procurarme un lugar donde poder enterrarme.


¡Qué viva la humanidad aunque yo perezca!


Eduardo Magoo Nico. 




Texto: Eduardo Magoo Nico.

© 2020 Eduardo Alberto Nico.  Todos los derechos reservados.




8 comentarios:

Mario Piazza dijo...

¡Buenisimo!

JCG dijo...

Maravilloso, podría ser un homenaje al Negro Fontanarrosa.

Eduardo Magoo Nico dijo...

Podrìa serlo, no lo habìa pensado, no soy un fan de Fontanarrosa (salvo en las historietas que me encantan) pero puede ser que este texto este emparentado con su estilo.

Inés González dijo...

Felicidades a lo grande por tan desbordante imaginería, exorsismo y darle una vuelta creativa a la situación reinante que nos asola estos días. Lo más hermoso: con sello propio. Me ha encantado! Muchas gracias!

clelia marta folco testorelli dijo...

Adhiero alcomentario de un aire a Fontanarrosa.Pega muchonuestro protagonismo argento,casi no pude soportar las complicaciones,sino fuera por los matices del humor historico.
Marta

Adriana Briff dijo...

Excelente, Magoo.. esa conexión erótica de la muerte animal y la tragedia, siempre derivando en lo mejor de la comedia humana. Me gustó muchísimo. ( Perdón por la demora, son tiempos de pandemia y todo pica!!!)

guillermo dijo...

De lo poco bueno que dejará este 2020 pandémico, está esta nouvelle aireana de Magoo, fiel a su estilo disparatado, en la que cada palabra da la impresión de ser casual, y cada párrafo sorprende con un nuevo giro inesperado. Magoo vuelve por su trono, y son pocos hoy en la Argentina los que saben valorar al bonaerense radicado en Italia. Un texto que debería publicarse ya en su país, con la misma foto que ilustra este post.

Anónimo dijo...

Tremendo texto!!!Felicitaciones