Estoy entre lo que los antiguos llamaban "los
ojos de Giove Laziale". Dos pequeños cráteres, luego inundados, de un gran
volcán extinguido. Uno el lago Albano, el otro el lago de Nemi. Sobre el
primero se asoma la residencia veraniega del Papa (Castel Gandolfo), sobre el segundo los restos
del templo de Diana Nemorensis, y debajo de estos, la villa de Calígula. Sobre
la pupila de Giove el emperador daba sus fiestas. Había hecho construir dos
grandes barcas a modo de plataformas de setenta metros de largo, que
finalmente, "cuando el desastre se encargó también de ellas",
descansaron sobre la retina de su dios, incólumes, durante casi dos mil años.
Estoy sentado en una pequeña tarima de madera, contemplando el valle cubierto
de robles. El cielo está encapotado pero a ratos sale el sol. Ahora un tábano
zumba en mi oreja y pasa. Me rasco la cabeza, ¿alergia o caspa? En estos días
el anteojo parece más preciso. Veo la punta del bolígrafo dibujar palabras.
¿Quién carajo dijo que se debe escribir sólo cuando se tiene algo que decir? No
soy lo que se escribe, pero lo veo discurrir nítidamente. Pareciera que lo que
se debe decir es lo imprevisto… Veo la vieja amada lengua que se repite y cruza
con esta otra, mucho más nueva, que apenas cuenta. Y una en otra hacen la equis
del puto cromosoma femenino. ¡Malas lenguas!
Alzando la mirada veo como ella se diviniza con el
baño y está así, como una niña, más bonita que con la ropa puesta. La cara
oval, los cabellos negros, el pelo dividido, el rostro simétrico. Y si ahora se
peina y siento la exaltación y el pavor de los dieciséis años ante un desnudo
de mujer, eso, que parece poco, es suficiente para que su cabeza caiga por su
propio peso, que es casi todo agua, lleve su mano a la nuca y alce hacia mi su
mirada desolada, que se hace leña, cuando el hacha soy yo. Luego cruza el campo contonéandose
indiferente. Se dirige hacia el bosque fuera de la luz. Mujer luciérnaga. El
batido de alas de sus caderas despierta al soñador en otro sueño, en el que mis
propios perros no me devoran aún. Diana vive aquí.
Un helicóptero policial se detiene en el aire, casi
frente a la ventana y yo escribo, escribo más para terminar este cuaderno
realmente incómodo, que por alguna otra urgencia. Por otra parte he dicho que
soy escritor, por lo que es bueno y coherente que cada tanto me sorprendan escribiendo.
A la incomodidad del cuaderno, que trata de cerrarse, se agrega la incomodidad
del pupitre, el hambre, el que la cabeza me pica y por lo tanto, me siento
sucio. La situación de la casa es una situación de mierda. Yo en medio feliz,
como un idiota con su chica, en los tiempos en que lo permite el desastre que
nos amenaza. Situación de mierda quiere decir que una joven napolitana que
hasta ayer fue militante de ultraizquierda, se da cuenta de que su compañera de
casa, de vida, su amor de los últimos años, se ha enamorado de un fascista. La
veo sentada en el piso, hecho con el roble del bosque de Diana, con las hojas
entre las piernas y las manos abiertas metidas en el pelo. Sus pensamientos se
persiguen en el aire. Reescribo lo que Carla escribe: "Todavía puedo mirar
el volcán envuelto por las nubes mostrarse en la ventana, imagen familiar,
presencia silenciosa y que en silencio está por saludarme, también él. Un nuevo
adiós, una separación. Como si fuese el único modo para seguir estando juntas.
Un dolor tan conocido que se ha vuelto soportable. Un dolor crónico. He gritado
las palabras y no he amado mi dolor. No he amado mi dolor, no yo, no yo… No
yo."
Durante mil novecientos dos años, descansaron las
barcas de Calígula en el lecho del lago de Nemi, en la sacra retina de Zeus. Y
en el mil novecientos cuarenta y tres, los fascistas decidieron vaciarle un ojo
al viejo Giove Laziale y las extrajeron del fango. Entonces encontraron que la
ingeniería con la que fueron construidas era mucho más avanzada de la que todos
suponían, cuadernas perfectas, anclas articuladas, ornamentos delicadísimos.
Para albergarlas, construyeron a orillas del lago un museo con dos
"naves", de arquitectura igualmente moderna para la época. Dos años
después el museo fue bombardeado por los aliados, y las naves devoradas por el
incendio.
"¿Devolver la libertad a la mosca? ¿Dejar que la
tarántula la devore?". Se pregunta Carla en mi cuaderno. "Il disastro
si prenderá cura di tutto", solía decir ella frente a la ventana, lo decía
con sus ojos, que razonan sin hablar. El desastre se encargará de todo. Las
mujeres del volcán lo saben desde siempre, lo aprendieron con los siglos, en
cada erupción del Vesubio, en sus ríos de lava, en las nubes de ceniza. Lo
sabían las mujeres de Ercolano y de Pompeya, y las que soportaron en las
galerías y cisternas de la Nápoli subterránea, el hambre y los bombardeos
masivos de la segunda guerra mundial.
Ellas me sacaron el vicio del orgullo, esa grasa
inmunda. No con las palabras, con los dedos, con su diversidad, con esa emoción
continua, intangible, irreparable, que traen los días compartidos en el
profundo golfo místico, en el teatro de sus vidas. Esos días que hoy se me
regalan como caramelos de carne. Digo, que las mujeres del volcán le han
arrancado a la naturaleza unos rasgos y unos gestos, que no hubiese osado
soñar. Si me quedara algo de aliento, debería hablar de sus cuerpos…
De hambre escribo, de siglos de hambre, pero ahora el
plato de pasta humea cerca mío y yo tiemblo, suspiro, y quiero dejar de una vez
esta birome "maledetta". Carla dice: "¡Si mangia… Chi si
accontenta, gode!" El cuaderno, como siempre, insiste en cerrarse. Cuaderno que se cierra. Párpados para estarse dentro.
Párpados que transparentan.
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