lunes, agosto 31, 2020

Ermanno Cavazzoni - "Vida breve de idiotas"




El novelista realista

Había uno que se consideraba un escritor realista. Por eso escribía todo lo que le sucedía. Se llamaba Vicente, pero en la novela aparecía con el nombre de Ernesto. Todo lo que hacía, lo hacía con el fin de escribirlo. Por ejemplo se sentaba y miraba el techo; entonces escribía en una hoja: Ernesto, de improviso, se sienta y mira el techo. Después, no teniendo otra cosa que decir, se metía un dedo en la nariz. Pero eso no lo escribía. En todo caso lo escribía de una forma más artística. Por ejemplo: Ernesto está pensativo y deja que pase el tiempo. Eso significaba que él estaba sentado a la mesa con el dedo en la nariz. A veces se quedaba así por una hora. A ésta la llamaba la fase de reposo, en la que no había hechos salientes para contar. Como máximo escribía que Ernesto no conseguía fijar sus pensamientos. En realidad, en la espera, si no se limpiaba la nariz se limpiaba con el dedo un oído. Pero esto no era un suceso de novela, ni siquiera de una novela como la suya. Éstos son hechos que quedan fuera de la lectura, como también, por ejemplo, usar una uña como escarbadientes. Entonces se levantaba y escribía: De pronto Ernesto se pone de pie. Escribía "de pronto" para hacer su novela más sugerente. Pero, apenas se levantaba, la novela estaba otra vez detenida. No podía volver a sentarse para no caer en repeticiones, entonces salía de casa y escribía que Ernesto había salido de su casa.

La suya era una novela de hechos. Ya había pensado en el título; se llamaría Ernesto. Y en la solapa del libro pensaba escribir: novela realista, para que no se lo confundiera con los novelistas intimistas que sólo hablan de hechos menores y de enfermedades y se preguntan qué es la vida y qué es la novela.

Daba vueltas por la calle y anotaba fielmente en una libreta que estaba dando vueltas por la calle. Escribía: Ernesto da vueltas por la ciudad. Aquí también se reconocía su estilo. Después entraba en un café y escribía que había entrado en un café y que, por ejemplo, fumaba sentado a una mesa. El hecho de fumar en el café lo encontraba muy realista. E incluso escribía que el café estaba lleno de humo y de gente, pero él estaba apartado. Pero con este comportamiento suyo la novela no iba adelante. La había comenzado a la mañana alrededor de las nueve, cuando se había sentado y se había puesto a mirar el techo. Al mediodía había escrito más o menos media página. Será una novela breve, pensaba en el café; y mientras tanto volvía a meterse el dedo en la nariz y dejaba escapar alguna flatulencia. Pero esto tampoco lo escribía; en cambio sí escribía que Ernesto apagaba el cigarrillo y tomaba su cerveza. Era una frase que le gustaba, pero apenas ocupaba una línea. La cerveza era apropiada para la novela, pero después de dos o tres cervezas se distraía y se olvidaba de tomar apuntes. Por ejemplo, a este punto le sucedía que participaba sin quererlo en una discusión, a lo que seguían dos o tres cervezas y después dos o tres más. Y tenía la impresión de que habían empezado a suceder muchísimas cosas, y tan atropelladamente que no tenía tiempo de escribirlas. Más bien no pensaba más en eso, pensaba sólo en estar en compañía y tomar más cerveza. Y probablemente decía frases atinadas que hubieran quedado bien en alguna novela. También hacía apuestas públicas, que hacían reír, y de las que participaba todo el café. Se creaba entonces una atmósfera de novela realista como la que él tenía en mente desde la mañana, con esa dosis cómica indispensable que se encuentra en todas las obras maestras de la literatura.

Por la tarde, alrededor de las seis, volvía a casa un poco aturdido por los cigarrillos y la cerveza, y también un poco hinchado. También un poco deprimido. No tenía más ganas de escribir la novela porque ya no se acordaba de nada. Prefería cenar e irse a la cama.

Cuando Vicente Cusiani murió, se encontraron sus papeles; en su familia y también en el café todos lo consideraban un escritor, pero un escritor que por principio se negaba a publicar. Tenía en el cajón un paquete con sus inéditos. Era su famosa novela Ernesto; consistía en una página que siempre empezaba desde el principio. Comenzaba más o menos a las nueve de la mañana y continuaba siempre en el café, donde se interrumpía. Algunas veces al final de la página aparecía el mozo servía la cerveza; en la realidad el mozo se llamaba Giuseppe, pero en la novela tenía el nombre ficticio de Pietro. Pietro sirve la cerveza. Ernesto se la toma. O bien... Ernesto se la acerca a los labios. No había ninguna hoja que fuera un poco más allá de eso. Las variantes de forma, como se ve, eran mí
nimas.



Ermanno Cavazzoni (Reggio Emilia, 1947).

Escritor, guionista y dramaturgo italiano, Ermanno Cavazzoni es conocido principlamente por su novela El poema de los lunáticos, obra que Fellini utilizó para su película La voz de la luna.





sábado, agosto 15, 2020

Roberto Calasso - “La folie Baudelaire”






Lautréamont y Laforgue aparecieron como agentes de una conspiración celeste. Se colgaron la delicada misión de sacar la parodia del reino irresponsable de la opereta, para instalarla en el punto más cercano al corazón tenebroso de la literatura. Trabajaron en paralelo, sin saber lo que hacía el otro, enviados por la misma casa madre. Diferentes fueron los registros sobre los cuales operaron. Para Lautréamont: chocantes, malignos y cósmicos. Para Laforgue: frívolos y desolados. Pero apuntando hacia un mismo objetivo: desbaratar todo respeto obligatorio por las historias y por las formas, tanto antiguas como modernas.

Ambos nacieron en Montevideo, con catorce años de distancia. Ambos atravesaron de pequeños el océano sobre un velero para educarse en Francia. Los dos asistieron al mismo liceo en Tarbes, lugar de origen de ambas familias y condividieron un cierto número de profesores. Ambos publicaron por su propia cuenta. Ambos murieron antes de cumplir los treinta años. Los dos hubieran podido decir como un personaje de la Vie parisienne: “Je suis uruguayen, j’ai de l’or, j’arrive de Montevideo”.

En Montevideo, en una plaza detrás del Teatro Solis, en la esquina de Reconquista y Juncal, hay una carabela de bronce que hoy se levanta sobre el agua rancia y olorosa de una fuente y reune los nombres de Isidore Ducasse y Jules Laforgue en un mismo monumento a su “genio renovador”.


“La folie Baudelaire”, Roberto Calasso, Adelphi Edizioni 2008, pag. 330.

Fotos: En alto Isidore Ducasse, debajo Jules Laforgue.