Un extranjero que ignorando absolutamente el
castellano oyese por primera vez pronunciar, con el énfasis que
inspira el nombre, a un gaucho que va ayuno y de camino, la palabra
matambre , diría para sí muy satisfecho de haber acertado: éste
será el nombre de alguna persona ilustre, o cuando menos el de algún
rico hacendado. Otro que presumiese saberlo, pero no atinase con la
exacta significación que unidos tienen los vocablos mata y hambre ,
al oírlos salir rotundos de un gaznate hambriento, creería sin duda
que tan sonoro y expresivo nombre era de algún ladrón o asesino
famoso. Pero nosotros, acostumbrados desde niños a verlo andar de
boca en boca, a chuparlo cuando de teta, a saborearlo cuando más
grandes, a desmenuzarlo y tragarlo cuando adultos, sabemos quién es,
cuáles son sus nutritivas virtudes y el brillante papel que en
nuestras mesas representa.
No es por cierto el matambre ni asesino ni ladrón;
lejos de eso, jamás que yo sepa, a nadie ha hecho el más mínimo
daño: su nombradía es grande; pero no tan ruidosa como la de
aquéllos que haciendo gemir la humanidad, se extiende con el
estrépito de las armas, o se propaga por medio de la prensa o de las
mil bocas de la opinión. Nada de eso; son los estómagos anchos y
fuertes el teatro de sus proezas; y cada diente sincero apologista de
su blandura y generoso carácter. Incapaz por temperamento y genio de
más ardua y grave tarea, ocioso por otra parte y aburrido, quiero
ser el órgano de modestas apologías, y así como otros escriben las
vidas de los varones ilustres, trasmitir si es posible a la más
remota posteridad, los histórico-verídicos encomios que sin cesar
hace cada quijada masticando, cada diente crujiendo, cada paladar
saboreando, el jugoso e ilustrísimo matambre.
Varón es él como el que más; y si bien su fama
no es de aquéllas que al oro y al poder prodiga la rastrera
adulación, sino recatada y silenciosa como la que al mérito y la
virtud tributa a veces la justicia; no por eso a mi entender debe
dejarse arrinconada en la región epigástrica de las innumerables
criaturas a quienes da gusto y robustece, puede decirse, con la
sangre de sus propias venas . Además, porteño en todo, ante todo y
por todo, quisiera ver conocidas y mentadas nuestras cosas allende
los mares, y que no nos vengan los de extranjis echando en cara
nuestro poco gusto en el arte culinario, y ensalzando a vista y
paciencia nuestra los indigestos y empalagosos manjares que brinda
sin cesar la gastronomía a su estragado apetito; y esta ráfaga
también de espíritu nacional, me mueve a ocurrir a la comadrona
intelectual, a la prensa, para que me ayude a parir si es posible sin
el auxilio del forceps , este más que discurso apologético.
Griten en buena hora cuanto quieran los taciturnos
ingleses, roast-beef , plum pudding ; chillen los italianos,
maccaroni , y váyanse quedando tan delgados como una I o la aguja de
una torre gótica. Voceen los franceses omelette souflée , omelette
au sucre , omelette au diable ; digan los españoles con sorna,
chorizos , olla podrida , y más podrida y rancia que su ilustración
secular. Griten en buena hora todos juntos, que nosotros,
apretándonos los flancos soltaremos zumbando el palabrón, matambre
, y taparemos de cabo a rabo su descomedida boca.
Antonio Pérez decía: "Sólo los grandes
estómagos digieren veneno", y yo digo: "Sólo los grandes
estómagos digieren matambre". No es esto dar a entender que
todos los porteños los tengan tales; sino que sólo el matambre
alimenta y cría los estómagos robustos, que en las entendederas de
Pérez eran los corazones magnánimos.
Con matambre se nutren los pechos varoniles
avezados a batallar y vencer, y con matambre los vientres que los
engendraron: con matambre se alimentan los que en su infancia, de un
salto escalaron los Andes, y allá en sus nevadas cumbres entre el
ruido de los torrentes y el rugido de las tempestades, con hierro
ensangrentado escribieron: Independencia, Libertad ; y matambre comen
los que a la edad de veinte y cinco años llevan todavía babador, se
mueven con andaderas y gritan balbucientes: Papá... papá... Pero a
juventudes tardías, largas y robustas vejeces, dice otro apotegma
que puede servir de cola al de Pérez.
Siguiendo, pues, en mi propósito, entraré a
averiguar quién es éste tan ponderado señor y por qué sendas
viene a parar a los estómagos de los carnívoros porteños.
El
matambre nace pegado a ambos costillares del ganado vacuno y al cuero
que le sirve de vestimenta; así es que, hembras, machos y aun
capones tienen sus sendos matambres, cuyas calidades comibles varían
según la edad y el sexo del animal: macho por consiguiente es todo
matambre cualquiera que sea su origen, y en los costados del toro,
vaca o novillo adquiere jugo y robustez. Las recónditas
transformaciones nutritivas y digestivas que experimenta el matambre,
hasta llegar a su pleno crecimiento y sazón, no están a mi alcance:
naturaleza en esto como en todo lo demás de su jurisdicción, obra
por sí, tan misteriosa y cumplidamente que sólo nos es dado
tributarle silenciosas alabanzas.
Sábese sólo que la dureza del matambre de toro
rechaza al más bien engastado y fornido diente, mientras que el de
un joven novillo y sobre todo el de vaca, se deja mascar y comer por
dientecitos de poca monta y aún por encías octogenarias.
Parecer
común es, que a todas las cosas humanas por más bellas que sean, se
le puede aplicar pero, por la misma razón que la perspectiva de un
valle o de una montaña varía según la distancia o el lugar de
donde se mira y la potencia visual del que la observa. El más
hermoso rostro mujeril suele tener una mancha que amortigua la
eficacia de sus hechizos; la más casta resbala, la más virtuosa
cojea: Adán y Eva, las dos criaturas más perfectas que vio jamás
la tierra, como que fueron la primera obra en su género del artífice
supremo, pecaron; Lilí por flaqueza y vanidad, el otro porque fue de
carne y no de piedra a los incentivos de la hermosura. Pues de la
misma mismísima enfermedad de todo lo que entra en la esfera de
nuestro poder, adolece también el matambre. Debe haberlos, y los
hay, buenos y malos, grandes y chicos, flacos y gordos, duros y
blandos; pero queda al arbitrio de cada cual escoger al que mejor
apetece a su paladar, estómago o dentadura, dejando siempre a salvo
el buen nombre de la especie matambruna, pues no es de recta ley que
paguen justos por pecadores, ni que por una que otra indigestión que
hayan causado los gordos, uno que otro sinsabor debido a los flacos,
uno que otro aflojamiento de dientes ocasionado por los duros, se
lance anatema sobre todos ellos.
Cosida o asada tiene toda carne vacuna, un dejo
particular o sui generis debido según los químicos a cierta materia
roja poco conocida y a la cual han dado el raro nombre de osmazomo
(olor de caldo). Esta substancia pues, que nosotros los profanos
llamamos jugo exquisito, sabor delicado, es la misma que con delicias
paladeamos cuando cae por fortuna en nuestros dientes un pedazo de
tierno y gordiflaco matambre: digo gordiflaco porque considero
esencial este requisito para que sea más apetitoso; y no estará de
más referir una anecdotilla, cuyo recuerdo saboreo yo con tanto
gusto como una tajada de matambre que chorree.
Era yo niño mimado, y una hermosa mañana de
primavera, llevóme mi madre acompañada de varias amigas suyas, a un
paseo de campo. Hízose el tránsito a pie, porque entonces eran tan
raros los coches como hoy el metálico; y yo, como era natural,
corrí, salté, brinqué con otros que iban de mi edad, hasta más no
poder. Llegamos a la quinta: la mesa tendida para almorzar nos
esperaba. A poco rato cubriéronla de manjares y en medio de todos
ellos descollaba un hermosísimo matambre.
Repuntaron los muchachos que andaban desbandados y
despacháronlos a almorzar a la pieza inmediata, mientras yo, en un
rincón del comedor, haciéndome el zorrocloco, devoraba con los ojos
aquel prodigioso parto vacuno. "Vete niño con los otros",
me dijo mi madre, y yo agachando la cabeza sonreía y me acercaba:
"Vete, te digo", repitió, y una hermosa mujer, un ángel,
contestó: "No, no; déjelo usted almorzar aquí", y al
lado suyo me plantó de pie en una silla. Allí estaba yo en mis
glorias: el primero que destrizaron fue el matambre; dieron a cada
cual su parte, y mi linda protectora, con hechicera amabilidad me
preguntó: "¿Quieres, Pepito, gordo o flaco?". "Yo
quiero, contesté en voz alta, gordo, flaco y pegado", y gordo,
flaco y pegado repitió con gran ruido y risotadas toda la femenina
concurrencia, y dióme un beso tan fuerte y cariñoso aquella
preciosa criatura, que sus labios me hicireon un moretón en la
mejilla y dejaron rastros indelebles en mi memoria.
Ahora bien, considerando que este discurso es ya
demasiado largo y pudiera dar hartazgo de matambre a los estómagos
delicados, considerando también que como tal, debe acabar con su
correspondiente peroración o golpe maestro oratorio, para que con
razón palmeen los indigestos lectores, ingenuamente confieso que no
es poco el aprieto en que me ha puesto la maldita humorada de hacer
apologías de gente que no puede favorecerme con su patrocinio.
Agotado se ha mi caudal encomiástico y mi paciencia y me siento
abrumado por el enorme peso que inconsiderablemente eché sobre mis
débiles hombros.
Sin embargo, allá va, y obre Dios que todo lo
puede, porque sería reventar de otro modo. Diré sólo en descargo
mío, que como no hablo ex-cátedra, ni ex-tribuna, sino que escribo
sentado en mi poltrona, saldré como pueda del paso, dejando que los
retóricos apliquen a mansalva a este mi discurso su infalible fallo
literario.
Incubando estaba mi cerebro una hermosa peroración
y ya iba a escribirla, cuando el interrogante "¿qué haces?"
de un amigo que entró de repente, cortó el rebesino a mi pluma.
"¿Qué haces?", repitió. Escribo una apología. "¿De
quién?" Del matambre. "¿De qué matambre, hombre?"
De uno que comerás si te quedas, dentro de una hora. "¿Has
perdido la chaveta?" No, no, la he recobrado, y en adelante sólo
escribiré de cosas tales, contestando a los impertinentes con: fue
humorada, humorada, humorada. Por tal puedes tomar, lector, este
largo artículo; si te place por peroración el fin; y todo ello, si
te desplace, por nada.
Entre tanto te aconsejo que, si cuando lo
estuvieses leyendo, alguno te preguntase: "¿qué lee usted?",
le respondas como Hamlet o Polonio: words , words , words , palabras,
palabras, pues son ellas la moneda común y de ley con que llenamos
los bolsillos de nuestra avara inteligencia.
Juan María Gutiérrez, Obras Completas de D. Esteban Echeverría,
Carlos Casavalle Editor, Buenos Aires, 1870-1874.