Entonces mi alma se llenó de piedad.
Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a
la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en
cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran.
Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los
prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un
jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto
favor.
Dediqué largos años a aprender el orden y la
configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de
luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje
amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara
interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo
sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos. (...)
Vi infinitos procesos que formaban una
sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escritura del tigre.
Es una fórmula de catorce palabras casuales (que
parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me
bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en
mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a
Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la
pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y
yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma.
Fragmentos de "La escritura del dios", Jorge Luis Borges. Obras completas.Tomo
I, pag 596, Emecé Editores (Buenos Aires).
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