viernes, septiembre 27, 2019

FABIAN CASAS



Ezeiza



Mi primo ya no es un gigante

en el crepúsculo de esta terraza

donde estamos sentados.

Dos casas más allá,

con broches en los labios

y pañuelo azul en la cabeza

una mujer cuelga la ropa.



Desde que se fue el libretista

el color whisky del pelo de mi primo

empezó a clarear

y en alguna feria americana

los jóvenes modernos

deben estar probándose

su vieja melena, sus pantalones oxford,

los suecos que yo a veces le robaba

para mirarme en el espejo...



Príncipes violentos de los setenta

¿Qué podemos hacer por ustedes?

No se convirtieron en políticos

ni se exiliaron, ni están

con dos enes en el pecho debajo de la tierra...



Ustedes,

que se colgaron de los árboles de Gaspar Campos

y fueron a esperar al Duce a Ezeiza,

tuvieron que soportar

que el viejo no les trajera la revolución

sino la peste.



'Pero no éramos -dice mi primo-

estetas de la muerte o fanáticos del dolor.

Simplemente buscábamos Tao...'



A la gente le gusta pensar

que la vida cambia. Y muchos viven pendientes

de cosas que no le van a suceder nunca.

Ahí está la vereda cubierta de arroz

del Registro Civil; el libro donde dice:

'Antes vine como el Cordero,

ahora he vuelto como el León'.

Relatos, fábulas para un pueblo construído

de agua y de fe.

La silla de mi primo está vacía.

El viento agita los árboles en la calle.

Es cierto. Todo terminó más rápido

que un día de franco.

Después pasó el tiempo,

viajamos con las tribus del norte hacia el sur.

Algunos se reprodujeron.

Otros aprendimos que el miedo

es la distancia que existe

entre el dolor y la nada.

Yo crecí y me convertí en el líder.

En cuanto al Guerrero del camino,

nunca más lo volví a ver.

Ahora él vive

sólo

en mi memoria.



Texto: Fabian Casas

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