El gorro frigio
Quiroga bebió el láudano que yo había refutado, y en el calor de la
tarde misionera, recostado como estoy ahora en esta hamaca, comenzó a hablarme
rítmica y pausadamente, de cosas que le escuchó contar a un viejo mensú, que lo
ayudara en el desmonte de su chacra. Era la historia de unas gemelas. Rubia y
de ojos negros una de ellas, morena y de ojos verdes la otra, que se preñaron
casi al mismo tiempo, y para “pior” siendo vírgenes. De una dicen que concibió
a su hijito de una semilla de almendro; de la otra que se metió en la madre un
grano de una granada reventona. Cada año, llegada la primavera, con la
vegetación que no dejaba de crecer, los hijos de estas dos chicas, eran
festejados a la grande. La mayor se llamaba Wanda y la menor Nené, las dos
habían nacido en lo más profundo de la selva misionera, allí donde un
descendiente directo de uno de estos dos primos, un tipazo enorme, rompiendo
porque sí un bochón de roca dura con la maza del hacha, encontró en su interior
cristales preciosos. Ahora “Wanda” es un lugar por todos conocido.
Pues bien, parece que uno de los primos murió en una cacería, atacado
por un enorme pecarí enfurecido, y el otro, borracho y fuera de sí por la pena
de un amor no correspondido, se quiso cortar los huevos con una navaja, con tal
falta de pericia, que murió desangrado el pobre. ¡Una barbaridad! Pero es así
como me lo contó Quiroga... Y parece que más luego, la gente de ese lugar dejó
de comer la carne de pecarí, y los sacerdotes del "Culto de los Dos
Primos" (hijos de un Granado y de un Almendro) con la sabiduría y
abnegación que no suelen poseer nuestros sacerdotes, se castran “religiosamente”
antes de tomar los hábitos, quiero decir, antes de hacerse brujos o curanderos.
A éstos los pobladores los llamaban Gallos, y según me dijo Quiroga, usaban un
sombrerito con una especie de cresta roja o crespón.
Eran tan raras sus danzas y cantos cuanto pueden ser extrañas para
nosotros las de los polacos. ¿Te ha tocado verlos alguna vez en la Colonia? A
su paso se los cubría con pétalos de orquídeas y flores de color lila. Ellos
comenzaron con esta vaina del Árbol Bueno. El 22 de septiembre se cortaba un
pino y se lo llevaba a la aldea. El 23 se realizaba allí una gigantesca
Zarabanda, donde todos, hasta los que jamás había tocado un instrumento,
mantenían alto el clamor de una música obsesiva y estridente, que sonaba del
alba al atardecer. Así es como recuerdo que me lo describió Don Horacio. Es
como si lo tuviera aquí delante ahora mismo, porque él usaba unas palabras bien
escogidas y precisas, que era un gusto escucharlo. Aunque no siempre yo le entendiera
todo...
El 24 la sangre debía cubrir el gorro que llevaba puesto sobre la
cabeza el joven dispuesto para el sacrificio, atado al árbol y envuelto
enteramente por tallos y flores de violetas silvestres. El gorro, que en el
inicio de la ceremonia era blanco, llevaba un pequeño pliegue en lo más alto
del cono, como en el gorro frigio. ¿Lo tiene presente? El sumo sacerdote de los
Gallos era siempre un polaco de la Colonia, el de ese tiempo se hacía llamar
Abel (es bien sabido que a los polacos les encanta que los castren). En ese día
y en medio del desenfreno más increíble, los novicios sacrificaban su virilidad
y la lanzaban al gorro frigio. El joven atado al árbol era atravesado entonces por
flechazos que debían solo herirlo levemente. Al "voluntario" parece
que se lo compraban a los milicos, y lo traían por lo general del Chaco. Podían
ser tanto fugitivos de La Forestal, como colonos caídos en desgracia... Pero
debía ser, eso sí, bien bonito el muchacho. Al cuerpo de este maravilloso efebo
atado al árbol, cubierto de violetas y de sangre, que era luego enterrado,
llorado y resurrecto, se lo llamaba “El Melincué”, tal vez porque la primera
víctima del Sacrificio del Árbol, provenía de ese sufrido pueblo del sur de
Santa Fe.
En el origen, al Melincué se lo mataba en serio, y luego “de resucitado”
se lo representaba con un muñeco hecho de paja y cubierto de ramas de granada y
almendro. Con el paso del tiempo, ya más civilizados, empezaron a hacerlo de
mentirilla, como tantas otras cosas de este mundo. Y no sé porqué ditirambos
modernos, hoy se lo venera embalsamado al que le dió nombre al primer “Melincué”
en una gran heladera de cristal de roca, que hace las veces de urna
transparente. Está en el Templo de las Cien Heladeras, en San Ignacio Miní.
¿Vos fuiste alguna vez allí? Yo estuve. ¡Impresionante! Y está perfectamente
conservado...
Por fin, el 25 de septiembre es el día de la gran fiesta que todos
conocemos, y que en Wanda aún mantiene su antiguo nombre: "Svetlan
Melincuet". Y todo ese gringuerío extraño, cruzado por generaciones con
indios de toda laya, salen como pitufos al polvaderal de las calles,
abandonándose a cuanto desvarío se les ocurra. Eso sí, con el gorro frigio bien
calzado en la mollera. Porque son todos muy republicanos, ellos. Yo no estoy
tan seguro de que sea cierto, pero al menos así era como debía ocurrir, en la
historia que me contó Quiroga.
En la foto: Horacio Quiroga (a la izquierda de la imagen) ahuecando un tronco de àrbol para construir una canoa. (Archivo Nacional).
1 comentario:
Orgiástico estallido imaginario donde lo vegetal, lo mineral, lo animal, lo humano se solidarizan para crear un universo que ya no está dividido. Relato en el relato, allí donde el mito crea la magia a partir de la cual todo empieza a ordenarse, porque todo es posible. Y los desvaríos de ese "gringuerìo extraño (...) cruzado con indios de toda laya", se esparcen por "el polvaderal de las calles". Pero, claro, sin olvidar, sobre todo, el gorro frigio, centralizado en el escudo de la bandera de Belgrano, durante aquella revolución...
Y rojo, muy rojo, tal vez volviendo al comienzo de los tiempos donde, en medio de la selva misionera, una "granada reventona" coloreó las postreras valentías. Mientras que las almendras (ésas, las amargas, cuyo olor le recordaba inevitablemente al Dr. Juvenal Urbino, el destino de los amores contrariados) testimoniaban de una o dos cobardías.
Tu texto es muy hermoso.
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