domingo, agosto 03, 2014

ESTRATEGIA DE LA ALEGRÍA




BAILAR HASTA PERDER LA FORMA HUMANA

“Normalmente la formas humanas están rigidizadas, acorazadas. Al calor de las emociones se pueden poner nuevamente plásticas y son posibles de remodelar. Los encuentros de rock tienden a producir ese calor, pero esto es azaroso”, escribían Los Redonditos de Ricota en septiembre de 1983.
 
Provocar el azar que logre esa mutación fue, acaso, la apuesta del grupo desde sus comienzos, durante los años de la última dictadura militar en Argentina. En sus primeros recitales —encuentros experimentales donde se mezclaban números circenses, monologuistas, bailarinas de striptease, poetas, artistas plásticos y más de diez instrumentos en escena— se trataba de que la conmoción recorriera los cuerpos. 

Bailar hasta perder la forma humana: ésa era la invitación y la promesa de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota hacia sus seguidores.

Éramos tan pocos —recuerda el Indio Solari, líder del grupo— que el borde de los escenarios se hacía permeable y emancipaba a artistas y a espectadores de sus roles acostumbrados. La idea era perder la forma humana en un trance que desarticule las categorías vigentes y provea emociones reveladoras (1).

Cuerpos vivos y atentos, receptivos a nuevos estímulos. Cuerpos dispuestos a percibir la sensualidad de los sentidos de un modo diferente. Cuerpos permeables a impresiones no ordinarias. Cuerpos que enuncian aquello que resulta inexpresable con palabras. Movimientos y energías que, al decir de Gurdjieff, convocan informaciones provechosas para el ser. El baile y la danza como generadores de experiencias capaces de despertar un nuevo estado de conciencia del mundo. Los músicos como los encargados de proyectar esos descubrimientos. Mientras el afuera aparecía signado por el terror y la vida cotidiana se plagaba de temores y ausencias, el mundo subterráneo de los recitales se convertía en el espacio de la vida desbordante, de la cercanía intensa, de la fusión colectiva en acontecimientos plagados de delirio y libertad.

“Innumerables son las herramientas del cambio como múltiples son los planos de la realidad”, proclamaba en 1973 el manifiesto “Las pieles del fracaso”, del escritor y periodista Miguel Grinberg. Perder la forma humana podría pensarse como una de esas múltiples herramientas de transformación propiciadas por la exploración de otras latitudes de la consciencia. Perder la forma humana como una invitación a la mutación, como un salirse de sí mismo hacia nuevos parámetros de lo sensible. Perder la forma humana como una elección del camino de la autocreación permanente, del espíritu libre que se emancipa de la razón y de los dogmas modernos occidentales en busca de una sensibilidad diferente. Un modo de fuga del sujeto sujetado a sentidos comunes rutinizados que definen cómo y qué deben ser los cuerpos, las almas, los pensamientos, las conductas, las voluntades.

Una política del éxtasis donde se fusionan retribalización, primitivismo, chamanismo, vagabundeos beats y filosofías malditas. Una política de la dislocación que rehúye los valores absolutos y no adhiere a mapas ideológicos preestablecidos. Un llamado al movimiento que es también una apelación a la diferencia y al extrañamiento con las propias verdades. Una invitación a la diversidad, a la búsqueda incesante, a lo inclasificable. Porque, tal como afirma Solari, “sólo lo que no tiene identidad sobrevive” (2).

PROTEGER EL ESTADO DE ÁNIMO: EL CUERPO COMO ALEGRÍA

La política del éxtasis fue también una política de la protección del estado de ánimo, donde el placer rige como el principio ordenador de las acciones y elecciones. Desconfiar de lo que daña y seguir las huellas de aquello que gratifica fue la máxima que guió a Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota cuando, en plena dictadura, el grupo se ocupó de la creación de espacios de alivio y bienestar donde pudiera generarse el estallido expresivo de las sensaciones: 

Un buen estado de ánimo es como una religión a un mejor precio. Su principal mandamiento es: ¡NO TE ABURRIRÁS! Durante la dictadura militar fue necesario construir guaridas underground para Dionisios. Tratar de que el miedo no nos paralizara y el amor no fuera desacreditado. Que siguiera operando como el simple deseo del bien para otro. Que la alegría no fuera parodiada y que la belleza apareciera aunque mas no fuera esporádicamente (3).


Lo dionisiaco, ese sentimiento descrito por Nietzsche bajo la metáfora de una embriaguez que conduce a la disolución del individuo, operaba como una guía en la construcción de esas pequeñas y difusas cápsulas de vida grupal. 

Con la llegada de la democracia las guaridas dionisiacas destinadas a proteger el estado de ánimo se multiplicaron, impulsadas por artistas, músicos e intelectuales que promovieron una serie de novedosas prácticas estético-políticas donde el juego, el humor, el cuerpo, el placer, el baile, las emociones, la distancia irónica y la relación con el otro tuvieron un rol privilegiado. 

El artista plástico y sociólogo Roberto Jacoby utilizó el término “estrategia de la alegría” (4) (2000) para referirse a estas disruptivas acciones culturales que procuraron la defensa del estado de ánimo y buscaron potenciar las posibilidades de los cuerpos, frente a la feroz estrategia de ordenamiento concentracionario y aniquilamiento desplegada por el terrorismo de Estado (5).

Durante los años ochenta, la “estrategia de la alegría” se desplegó como una forma molecular de resistencia, conformando un entramado under de formas de encuentro microsociales en bares, discotecas, estaciones ferroviarias, clubes, parques o sótanos en ruinas. Espacios no convencionales del circuito artístico a veces intermitentes o efímeros, otras creados por sus propios protagonistas como centro de reunión y creación artística colaborativa. Una apuesta/respuesta política de resistencia, pero también de confrontación que, valiéndose de la afectividad de los sujetos, apuntó a reconstruir el lazo social quebrado por el poder desaparecedor a partir de la instauración de otras formas de sociabilidad. 

Así, a través de una estética-política relacional y festiva, que apuntaba a la generación de espacios de experimentación, disfrute e interrelación, la defensa del estado de ánimo se convirtió también en una defensa de la vida y un desobediente rescate de las pasiones alegres. Si los poderes, para su ejercicio, se valen de la composición de fuerzas afectivas dirigidas a entristecer y a descomponer nuestras relaciones, la alegría podía ser, tal como señala Spinoza, esa pasión-núcleo fundamental para la formación de una nueva comunidad política fuera del miedo, la tristeza y la inacción.

La generación de afectos alegres capaces de aumentar la potencia de actuar resultaba entonces un gesto emancipatorio sumamente significativo, aunque cuestionado o descalificado, en tanto micropolítica cotidiana que escapaba a las ideas de revolución y compromiso militante de las izquierdas latinoamericanas. En un país de cuerpos atemorizados, torturados, desaparecidos, los cuerpos expuestos en su goce resultaban perturbadores e inquietantes, incluso más que las palabras o acciones de protesta emprendidas por varios de
los artistas “comprometidos” más prestigiosos de la época.

FIESTA Y POLÍTICA

“Era una fiesta”, coinciden en señalar quienes formaron parte de esos espacios donde se desplegó con todo su desenfado la “estrategia de la alegría”, y no es extraño que sea ésa la palabra elegida para describir lo que allí sucedía. Por su agitación desordenada, sus arrebatos colectivos, sus excesos y exuberancias, el tiempo vivaz de la fiesta contrasta fuertemente con el de la vida cotidiana que transcurre en el marco de un sistema de prohibiciones que aseguran la reproducción ordenada del mundo. La fiesta interrumpe la rutinaria normalidad y con su jubiloso caos suspende temporalmente las responsabilidades de la vida diaria, proponiendo el escenario justo para el movimiento, el desborde y el disfrute de los sentidos. 

Así lo entendió Roger Caillois, quien, en su teoría de la fiesta señaló que los encuentros festivos oponen “una explosión intermitente a una gris continuidad, un frenesí exaltante a la repetición cotidiana de las mismas preocupaciones materiales, el hálito potente de la efervescencia común a los serenos trabajos donde cada uno se absorbe a solas, la concentración de la sociedad a su dispersión, la fiebre de esos momentos culminantes a la tranquila labor de las fases atónicas de su existencia” (6). En los años de la dictadura y posdictadura, la fiesta ofrecía la posibilidad de otro mundo, desestructurado y placentero, donde sus participantes se sentían sostenidos y transformados. 

Las fiestas saben más que quienes las generan, decía una crónica periodística de la época, aludiendo tal vez a la dimensión (re)creativa de los encuentros festivos. De allí su potencia política como generadora de espacios de reunión capaces de intensificar los flujos de energía vital y suscitar estados de efervescencia colectiva que resignifiquen los sentidos cristalizados. La fiesta como un escenario donde se condensan y asimilan la integración grupal y la creatividad; un tiempo de máxima expresión de la vitalidad social donde el despliegue creativo de fuerzas es capaz de generar nuevas concepciones ideales que impriman otros significados a la vida colectiva.

Así, puede pensarse que a la concepción atomista de la ciudadanía y de la vida social planteada por la dictadura, las fiestas under de los ochenta contrapusieron los valores de la producción colectiva y la creación en colaboración. Cambiaron el aislamiento, el encierro y la clandestinidad por el encuentro grupal, la visibilidad y el regocijo del contacto con los otros. Propusieron, en contrapunto con el martirio y el padecimiento de la tortura, la exacerbación de los sentidos y la recuperación del cuerpo como superficie de placer. Criticaron el modo de organización estructurado y jerárquico de las organizaciones militares —y guerrilleras—a partir del trabajo autogestivo, sin directores, y de la fusión de disciplinas y lenguajes artísticos. Inventaron nuevas estéticas vestimentarias, extravagantes y andróginas que desacomodaron las asignaciones tradicionales de género frente a las imposiciones anodinas y homogeneizantes del poder en materia de moda. Desafiaron las técnicas de disciplinamiento y normalización desplegadas por el poder militar con una estrategia política que apuntó a la mutación, a la protección del estado de ánimo y a la dispersión de afectos alegres. Propusieron, en este sentido, la militancia del humor, la militancia del placer, la militancia sexual y la militancia de la expresión como nuevas formas de práctica política. Promovieron, en suma, una serie de nuevas e irreverentes concepciones ideales que irrumpieron como valores alternativos a los que intentó instalar la dictadura militar. Ideales que se sobreañadieron a lo real con un alto poder revitalizador, contribuyendo en la restitución del tejido social desarticulado por el terror. Nuevos modos del ser y del hacer que no fueron meras abstracciones, sino que se imbricaron en la sociedad con todo su potencial liberador y constituyeron un punto de partida referencial para las generaciones posteriores.

Daniela Lucena

Mi afectuoso agradecimiento a Gisela Laboureau, Darío Sztajnszrajber y Nicolas Viotti por los materiales y las charlas compartidas, que aportaron estimulantes ideas y preguntas a mi trabajo sobre los años ochenta en
Argentina.


NOTAS

1 Entrevista a Carlos Solari realizada por Daniela Lucenay Gisela Laboureau, 2011.
2 Entrevista a Carlos Solari realizada por Marcelo Figueras, en La Razón, Buenos Aires, 1986.
3 Carlos Solari, ídem, 2011.
4 Roberto Jacoby, “La alegría como estrategia”, en Ana Longoni (ed.), Roberto Jacoby. El deseo nace del derrumbe, Barcelona, Madrid, Buenos Aires: Ediciones de La Central, MNCARS, Adriana Hidalgo Editora, 2011, pp. 410-412.
5 La “estrategia de la alegría” puede pensarse como el lado B de aquella otra estrategia desplegada en la misma época por las Madres de Plaza de Mayo y el movimiento de derechos humanos, que tuvo como objetivo la denuncia y visibilización de los cuerpos ausentes de los desaparecidos por el gobierno militar y cuyo punto central fue la acción artísticopolítica del Siluetazo. En ambas, son los cuerpos los que se hacen presentes para reclamar aquello que les fue negado: cuerpos ausentes que se vuelven visibles a través de un cuerpo-imagen-silueta que les restituye su historicidad; cuerpos gozosos que escapan de la culpa y el miedo para recuperar su conexión con otros cuerpos a través de una nueva estética, en el sentido de una sensibilidad exterior perceptiva.
6 Roger Callois, El hombre y lo sagrado, Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1996, p. 111.



Foto: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota con Enrique Symns en La esquina del Sol, Buenos Aires, julio de 1984. Fotografía: Aspix

Fuente: "Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina",  capitulo citado "Estrategia de la Alegría" pag. 111 a 115. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, 2012.



Este libro-catálogo de 280 páginas se ha publicado con motivo de la exposición "Perder la forma humana. Una imagen sísmica de los años ochenta en América Latina" organizada y producida por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, en colaboración con la AECID.


Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía: 25 de octubre de 2012-11 de marzo de 2013.

Museo de Arte de Lima (Perú): 23 de Noviembre de 2013- 23 de Febrero de 2014.

Muntref (Buenos Aires, Argentina): Hasta el 8 de agosto 2014.


Distribución y venta (España y Latinoamérica): 
www.mcu.es/publicaciones/index.html.com

El libro ha sido dedicado a la memoria de Sergio Bellotti, Redson Pozzi, Daniel Sanjurjo y a todos los que pusieron el cuerpo desde aquellos años.

Se agradece la gentil colaboración de Mabel Tapia y Gustavo Piccinini en la realización del presente post.  


1 comentario:

mondragón dijo...

Hola a todos.
Me gustaría leer el Manifiesto de Miguel Grinberg.
"LAS PIELES DEL FRACASO"

Gracias.

Luis Mondragón