Mencioné a Quiroga y eso tuvo el efecto de una bomba. Martínez Estrada dejó de hablar, me miró se quedó pensativo y rompió a llorar con un llanto libre, sin inhibiciones, un llanto hermoso y profundo.
-¡Pero Ezequiel, todavía, después de tantos años!
Estas palabras de doña Agustina parecieron las adecuadas. Ambos sabían, sin duda, por qué, y él quedó en silencio.
¡Con qué varonil ternura Quiroga metido en la selva, entre el calor y las serpientes, alejado de los “contactos” literarios, de su despreciable política, exiliado voluntariamente de los “hit-parades” que los suplementos y las amistades del “te leo-si me lees” confeccionan ante nosotros -antes y ahora- llamaba a Martínez Estrada su “hermano menor”! Le tenía reservadas, incluso, un par de hectáreas para su rancho y un recurso para no importunarse: un trapo blanco al tope de una caña sería la señal de vía libre para las visitas de entrambos. Pero saberse cerca, ¿no es acaso lo que entrañablemente - y en la misma época: 1936- recomendaba Sherwood Anderson a los escritores de su país como antídoto para el mal de la soledad, la frustración, el suicidio?
Texto: Héctor Tizón - "Tierras de frontera", pag. 233, Ed. Alfaguara, 2000.
Foto: Horacio Quiroga en Misiones (1926). Archivo Nacional.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario