Un
premio tiene algo de final de partida, porque mira en una sola dirección: a lo
ya hecho. Pero si la partida se jugó respetando las reglas, estas quedan
vigentes después del final, de modo que el juego seguirá, no en un ilusorio
futuro de revanchas sino en un plano del presente estriado por los tiempos
posibles, entre los cuales tanto el pasado como el futuro son fichas
disponibles para nuevas jugadas. Quizás me haga entender mejor con un recuerdo
infantil. Cuando yo trabajaba mi ajedrez, con no sé qué ambiciones de
heroísmos cerebrales, uno de los recursos del aprendizaje era reproducir
partidas de los grandes maestros de la historia del juego, Capablanca,
Alekhine, Tartakower, a veces partidas legendarias, matches por el título mundial o, más
dramáticamente, la partida que había marcado el comienzo de la decadencia o la
locura del campeón. Llevándome por los comentarios creía entender, o me hacía
la ilusión de haber entendido, la razón por la que hacían cada movida, pero al
llegar al final sucedía algo que me desalentaba. Uno de los dos contrincantes
se rendía. Se rendía, y esto era lo que me desalentaba, no por la inminencia
del jaque mate que a mí tanto me emocionaba; se rendía porque preveía que el
desarrollo inexorable de la partida, a partir de ese último movimiento hecho
por el contrario, lo llevaría a la derrota, no en tres movidas ni en cinco, ni
siquiera en diez: quizás en veinte o en treinta. Yo sentía que me estaban
robando algo valioso. Lo que me gustaba era ver ese emocionante momento en que
el rey quedaba preso en un rincón, no tenía dónde dar uno de esos pasitos suyos
de convaleciente, y la muerte lo cercaba. A cambio de la emoción fuerte de esa
instancia me daban una fría construcción intelectual, la proyección abstracta
de los posibles, que aparte de la melancólica condición de irreal, no tenía
otro horizonte que la derrota. Ni siquiera mostraba la dignidad trágica del
momento final, sino que ese momento se ocultaba en la maraña bifurcatoria de lo
hipotético. Las mentes poderosas de estos gigantes del juego me robaban la
culminación de la partida, apoderándose del tiempo, al que obligaban a mostrar
sus cartas. Cosas así hicieron que terminara abandonando mis sueños de
ajedrez, como se abandonan los sueños de gloria a la mañana
siguiente. Pero de esos finales a los que no se llegaba nunca debió de
quedarme algo, ese aroma de tiempo adelantándose al tiempo, efectos precediendo
a las causas, consecuencias salteándose a sí mismas. Así se abrevió la
transición a Borges, cuyos juegos con el tiempo fueron también alardes del
poder de la mente sobre ese elemento, que en sus libros no parecía fluir sino
articularse como una palabra hecha de innumerables letras que podían
reordenarse en distintas conformaciones anagramáticas formando otras palabras,
que en definitiva eran todas las palabras posibles. De estos juegos con el
tiempo estuvo hecha mi educación. A ella le adjudiqué parte de la culpa por los
daños que sufrí en el transcurso de mi vida. Solo una parte. Yo compartía la
culpa, ya que al considerar tan importante mi educación, por una propensión
intelectualista que me acompañó desde el comienzo, no quise dejarla en manos de
nadie que no fuera yo mismo.
Una
educación es un proceso temporal. Una buena educación pone al tiempo de su
parte, para lo cual lo ordena comedidamente en paralelo a su experiencia. No
fue mi caso: por una decisión que escapó a mi control, tuve una educación
defectuosa. Lo supe ya mientras se realizaba, me daba cuenta de que estaba
experimentando una intermitencia de desapariciones, cuando lo propio de una
educación adecuada era una acumulación de apariciones. No pude
evitarlo. Una megalomaniaca convicción infantil de mi superioridad mental
hizo que rechazara todas las insinuaciones del sentido común, con una positiva
distracción que ya empezaba a parecerse a la literatura. Y, una vez
adulto, frente a desafíos que debía enfrentar con los ojos cerrados, recurrí para
explicármelo a la fórmula con la que titulé todo lo que escribí: una educación
defectuosa.
¿Cómo pudo ser? ¿Fue de verdad, o un
sueño? De un modo u otro, todos los hombres completan su educación y se lanzan
a practicar lo aprendido como mejor pueden. Todos la completan a la medida de
sus necesidades. En todo caso, van agregando interpolaciones de experiencia al
dictado de los hechos y su correspondiente percepción. En mi caso, el proceso
del aprendizaje se cerró pronto, no solo por el motivo más extendido, que es el
temor de caer en la trampa de una educación crónica, sino por la prisa de
empezar a ejercitar mis imperfecciones como otras tantas elegancias literarias.
Sí, a veces pienso que fue un sueño, que todos los libros que leí en mi
infancia fueron otros tantos sueños. Más allá, un cielo de nubes oscuras caía
sobre el horizonte.
Se recurre al sueño cuando no hay
otra explicación. Hace muchos años que tengo un solo sueño, quiero decir
sueños que son variaciones del mismo sueño, cuyo argumento puede resumirse
como la necesidad de llegar a tiempo, o la imposibilidad de llegar a
tiempo, ya sea a una partida en avión o en tren, a una reunión, a una
cena, a un sitio donde me esperan…. Las variaciones de escenarios, de
personajes, de dificultades y escollos o demoras son innumerables, la necesidad
de llegar a tiempo siempre está presente. También varía el tono, desde la más
angustiada pesadilla a una casi indiferencia, aunque por supuesto nunca es un
sueño agradable. He debido conformarme. Mi inconsciente no tiene la obligación
de proveerme sueños agradables. Aparentemente sí existe la obligación de que
haya sueños, para proteger la saludable operación de dormir, o por un requisito
neuronal, o lo que sea. Y este recurso a un mismo asunto se revela como un modo
de economizar el gasto narrativo. Sobre todo que sea este asunto, «llegar a
tiempo», y no otro, porque su amplitud ceñida (que no es un oxímoron) permite
insertar todos los restos diurnos y los deseos ocultos en un relato fluido. Lo
que he observado es que dentro del tiempo de la demora en llegar a tiempo hay
otros tiempos, globos de tiempo en los que, justamente, me demoro, globos
narrativos, que hacen a mi profesión.
Al impartirme yo mismo mi educación
en los primeros años de mi vida, como en los últimos he estado soñando que
nunca puedo llegar a tiempo, al no aceptar maestros ni consejos, quedé en
manos del Hada Atención. Las cosas podrían haber salido bien a partir de ahí.
Lo dijo Leibnitz: «Dios nos da la atención, y la atención lo puede todo». Para
poder todo hay que administrar bien ese don precioso, al menos tan bien como lo
hacen los demás, que reservan la atención para lo que creen importante, en un
gesto práctico destinado a evitar una sobrecarga eléctrica en los circuitos
cerebrales. Yo, por efecto de las lecturas de las que ya estaba intoxicado,
reservé la atención para lo maravilloso. No concebía como digno de mi atención
sino lo que estuviera facetado en mil caras, el diamante en cuyo corazón
innumerable se reprodujeran las imágenes de mi realidad personal. Ese diamante
era un objeto alegórico, pero resultó real. Ahí estuve un día, en Dresde, en la
Bóveda Verde o Gabinete de Maravillas de los reyes sajones, a la salida del
cual me detuve ante el maravilloso diamante verde del tamaño del corazón de un niño.
Ese objeto existe en la realidad, y en la realidad exhausta de los circuitos
turísticos. El color, inusitado en un diamante, se debe a que en sus eras bajo
la tierra sufrió radiaciones de uranio. Tiempo después leí el diario que llevó
el niño Arthur Schopenhauer, futuro filósofo, a los ocho o diez años, en cuyas
páginas registra el momento cuando, de paso por Dresde con sus padres, visitó
esa misma cámara y se detuvo ante el diamante. Anotó a continuación que, al
salir a la calle después de contemplar durante horas los juguetes de oro de los
reyes, sintió un gran asombro al ver que los coches y la gente y las casas no
eran todas de oro.
Ese diario y ese viaje vienen a
cuento: los padres de Schopenhauer, ricos y cultos, dedicaron dos años a
recorrer Europa con su hijo para perfeccionar su educación. El niño, aplicado,
llevó un diario de cada jornada de ese viaje, que, a lo largo de dos años, fue
descansado y placentero, en buenos coches y mejores hospedajes. Conociendo el
carácter de los padres, y la trayectoria posterior de la madre, podría
sustentarse la sospecha de que la educación del niño fue una excusa para
licenciarse de cualquier trabajo y emprender un largo viaje de placer. No
podría extrañarnos, ya que casi todo lo que se hace, al menos lo que hago yo,
se hace como pretexto para poder hacer otra cosa.
La coda humorística que le puso el
niño Schopenhauer a su visita a la Wunderkammer de Dresde, al decirse
sorprendido de que en la calle la gente y las cosas no fueran de oro, indica
que no habían escapado a su visión infantil los mundos posibles procedentes de
la miniatura. Esas cortes de monarcas de bolsillo en sus minuciosos dioramas,
la del Gran Mogol con ministros y chambelanes liliputienses, las tropas
formadas en filas intercaladas con lupas para ver los rostros fieros de
soldados del tamaño de saltamontes, fortalezas inexpugnables que cabían en la
palma de la mano, palacios para insectos con insomnio, eran todos habitantes de
la imaginación y la memoria, invocados por el Hada Atención.
Y no era indiferente que fuera todo
de oro. Los reyes sajones en la época eran los más ricos de Europa y podían
permitírselo. Pero justamente por poder permitírselo, podrían haber elegido
otro material. El oro, más allá de los simbolismos fáciles que promueve, de lo
solar a lo excrementicio, o la prosaica reserva de valor, es moneda de cambio:
puede hacer que lo pequeño se vuelva grande y el sueño, realidad. El oro
permitió acercar no ya los opuestos, que siempre van juntos, sino los cuerpos y
su representación. Ondulantes geometrías vanas hacen mundo para el
contemplador, y uno cree comprender la historia en la que está embarcado, pero
esa es apenas una cara de la atención, la atención vista desde afuera. Las
miniaturas mentales emprenden un largo camino hacia el mundo, lo supe en el
momento en que arreciaban los fastos enciclopédicos de mi educación, y debí
saldar mis deudas atravesando páramos de sueño, cavernas con follaje de
cristalería y oscuros volúmenes de noche prematura. La iconología de la
atención pone la educación a distancia.
Hay
un cuadro en París, el Déjeuner sur l’herbe,
de Manet, en el que figura un grupo en primer plano, dos hombres y una mujer, y
atrás, a cierta distancia, otra mujer que se inclina sobre el agua de un
estanque. A cierta distancia, pero no sería fácil determinar con certeza el
grado de esa distancia. Hay una ligera pero perceptible divergencia de lo que
espera la visión. Sin que nadie haya tenido que decírselo, la vista sabe que el
tamaño de los objetos disminuye según se alejan. Con la mujer que se inclina
sobre el agua, la expectativa no se cumple, pero apenas. Un observador
distraído no notaría nada fuera de lo común; y a ese observador distraído
parece haberse dirigido el artista, para que se lleve sin saberlo la
experiencia de un presente con dos realidades simultáneas. Claro que todo
soñador sabe que no hay realidades simultáneas, lamentablemente solo hay una
con la terrible transparencia de lo inexorable, y la capacidad del pensamiento
de hacer presente dos espacios superpuestos sobre la red del tiempo es un
miserable consuelo.
Vuelvo al proceso de mi educación:
el aventajado escolar visto a cierta distancia crece, saliendo de la miniatura
de oro bibliotecario en la que ha estado encerrado, se habitúa a las
dimensiones que estrena, y se ofrece a su propia mirada, que artísticamente
busca el tamaño adecuado. La lógica del espejismo es inescapable. El agua sobre
la que se inclina la mujer del cuadro refleja al escolar temeroso, las ondas
que expande su rostro son las huellas de la educación recibida, y en un momento
más tocan la orilla de la edad adulta.
Este juego de simultaneidades y
superposiciones distorsionadas sugiere el juego de la traducción, que en mi
caso no fue un juego sino el trabajo al que me llevaron las lecturas y mi propensión
invencible a no hacer otra cosa que leer. La ejercí esforzadamente durante
treinta años, en los que cientos de novelas pasaron por mis conductos
nerviosos. Que esos libros procedieran de la zona de golpes bajos de la
literatura no me preocupaba. De sus páginas emanaba un gas alucinógeno que
producía células de ficción. Los escrúpulos de la doble realidad eran aplicados
a una materia, la literatura, donde sostener la atención era el único control
de calidad posible. Dos idiomas se desplazaban por los rieles del interés:
mantener el interés a toda costa era imperioso en esa clase de novelas, pero el
amplio campo semántico de la palabra interés era el plano donde las distancias
se hacían ambiguas. Absorbentes, esas novelas provenían del taller de las sombras,
se rendían al monumental defecto previo que yo traía conmigo, mi aporte
personal. Me llevaron muy lejos. Se las calificaba de «ficción comercial»,
aunque en realidad, si puede hablarse de realidad, ficción hay una sola, y si
contiene un doble fondo es porque antes hubo una doble superficie.
Así como la simetría solo se
advierte en las asimetrías, la lógica de la ficción sólo se advierte en su
ruptura, y esta está siempre presente. Solo en la ficción se revelan los
distintos planos de la realidad. Las novelas comerciales, por ser comerciales,
adaptadas a la evolución comercial de la cultura, están construidas con el
mayor cuidado, ya que se supone que al haberlas puesto en el
plano comercial alguien pagará por ellas y tendrá derecho a reclamar. Esas
precauciones tan cuidadas como las que tomó la divinidad al confeccionar el
universo estallan a la vista, hacen visibles los huecos que han evitado.
Traduciéndolas incansablemente, durante el periodo más extenso de mi vida
adulta, yo volvía a la infancia, al momento en que podría haber descubierto
algo que se me escapó e hizo que mi educación quedara en un estado crónicamente
defectuoso, aunque no incompleta. Volvía al pasado, pero sin abandonar el
presente inescapable.
El mito de la educación defectuosa
lo construí a partir de algunos datos que extraje de mi comportamiento, de
desviaciones inexplicables en mi conducta, que solo tomaban un contorno preciso
si me remontaba a alguna falla o carencia en el pasado. Como en el caso de los
ajedrecistas, pero al revés, si cometía un error era porque muchos años atrás
había omitido aprender una letra o un número, o el modo de hacer una operación,
y ese pequeño hueco viajaba en el tiempo hasta mi presente.
A esa construcción temporal, que
califico de mito personal, le doy un verosímil biográfico diciendo que por una
prematura manía de grandeza quise educarme por mis propios medios. Sabía que al
hacerlo así lo haría mal. Quiero decir, ponía frente a mí la educación
adecuada, a la que hacía objeto de un enérgico gesto de rechazo, ya que me
llevaría a comportarme como los demás. Suena extraño que un niño no quiera
adaptarse a su medio, ser como los otros chicos, ser aceptado. Por supuesto que
era lo que yo quería. Pero en el adulto que iba a transformarse ese niño alentaba
cierto gesto literario y artístico peculiar, y ese adulto que sería, y que soy,
es el que rechaza retrospectivamente la educación adecuada.
Había que hacer un sacrificio, es
cierto, renunciar a las eficacias prácticas de una existencia regulada por las
bondades sociales. Por suerte, la normalidad nunca me engañó. El tedio mundano
me rodeó como una marea ávida, pero resistí en la conservación de un pasado de
pedagogías esotéricas que me había inventado, y que pude entrever al trasluz de
los cientos de novelas malas que constituyeron el trabajo de mis días. Allí
había un fondo de mar, con interesantes monstruos que ondulaban en una blandura
condescendiente, sonrosados en el azul, portadores de las lamparillas del Orco.
Uno
de los precursores ensayos de Francis Bacon, el titulado Of Boldness, o sea, Sobre la audacia, contiene un
breve apólogo para ilustrar el hecho de que la audacia, que tan útil puede ser
en unas ocasiones, en otras puede llevar a hacer predicciones imposibles de
cumplir: la anécdota ejemplar dice que Mahoma se proponía dar un sermón y, como
se había reunido a mucha gente, necesitaba hablar desde una altura para hacerse
oír. A cierta distancia había una montaña («a hill», dice Bacon, una colina)
que serviría convenientemente como estrado. Haciendo exhibición de la audacia
que el ensayo de Bacon está considerando, Mahoma le ordena a la montaña que se
acerque. Por supuesto que aquí Mahoma es solo una palabra. Seguramente Bacon lo
empleó en lugar de Jesucristo para no herir susceptibilidades religiosas,
aunque Jesucristo habría llenado mejor el papel, para los que recordasen ese
sermón suyo que es, justamente, de la montaña. Pero, hombre renacentista como
era Bacon, debió de tener en cuenta las reglas de la perspectiva, que ordenan
las puestas a distancia y se advierten cuando una leve disonancia, como en el
cuadro de Manet, despiertan el sobresalto. Y, por supuesto asimismo, la montaña
no acudió al llamado. Con lo que Mahoma debió ir a ella, y quedó el proverbio.
Esto venía a cuento porque en su largo
camino, en el que todos lo hemos pronunciado alguna vez, el proverbio adquirió
reversibilidad: tanto puede decirse que si la montaña no viene al hombre el
hombre va a la montaña como, al revés, que si el hombre no va a la montaña la
montaña, mágicamente, viene al hombre. No es que haya tal magia: la montaña
deja de ser montaña para ser cualquiera de esas cosas, como las desgracias, que
vienen a nosotros cuando se convencen de que no iremos hasta ellas.
Pues bien, la reversibilidad viene a
cuento por algo que se me ocurrió revisando una vez más los mitologemas de mi
educación defectuosa, y es que si esta no prepara al alumno para enfrentar al
mundo, será el mundo el que acuda al sitio donde está sentado, escribiendo, el
alumno o exalumno, y acudirá transformado, adaptado a la clase de educación que
ese exalumno se impartió. La ventaja, discutible y difícil de probar, es que en
una cierta cantidad de movidas, anticipadas por el soplo de la inspiración, ese
mundo comprado a fuerza de errores anticipados se volverá el mundo de verdad.
El premio del que se negó a adaptarse al mundo, fue que el mundo vino a él
despojado del lastre de la realidad, en forma de miniatura y representación,
retablo de oro visto a la media distancia, moneda falsa que sirve más que la genuina.
César Tomás Aira González nació
el 23 de febrero de 1949 en la ciudad de Coronel Pringles, provincia de Buenos
Aires, Argentina. De ascendencia gallega, su abuelo, Robustiano, era oriundo de
Junquera de Ambía, provincia de Orense. Ha publicado más de cien obras, sobre
todo novelas cortas, a las que define como «cuentos de hadas dadaístas» o
«juguetes literarios para adultos».
Publicó: Moreira, 1975; Ema, la cautiva, 1981; La luz argentina, 1983; El vestido rosa. Las ovejas, 1984; Canto castrato, 1984;Una novela china, 1987; El Bautismo, 1990; Los Fantasmas, 1991; La Liebre, 1991; Copi, 1991; Nouvelles impressions du Petit Maroc, 1991; Embalse, 1992; La Prueba, 1992; El Volante, 1992; El Llanto, 1992; Cómo me hice monja, 1993; Madre e Hijo, 1993; La Guerra de los Gimnasios, 1993; Diario de la Hepatitis, 1993; La Costurera y el viento, 1994; Los Misterios de Rosario, 1994; El infinito, 1994; La Fuente, 1995; Los dos payasos, 1995; La Abeja, 1996; El Mensajero, 1996; La Serpiente, 1997; Dante y Reina, 1997; El congreso de literatura, 1997; Duchamp en México/La Broma/Taxol, 1997; La Mendiga, 1998; El Sueño, 1998; La Trompeta de mimbre, 1998; Las Curas milagrosas del Doctor Aira, 1998; Alejandra Pizarnik, 1998; Haikus, 1999; Un episodio en la vida del pintor viajero, 2000; El juego de los mundos, 2000; La Villa, 2001; Las tres fechas, 2001; Un sueño realizado, 2001; Cumpleaños, 2001; Alejandra Pizarnik (biografía), 2001; Diccionario de Autores Latinoamericanos, 2001; La pastilla de hormona, 2002; El mago, 2002; Fragmentos de un diario en los Alpes, 2002; Varamo, 2002; El Tilo, 2003; Mil gotas, 2003; La princesa Primavera, 2003; El Todo que surca la Nada, 2003; El cerebro musical, 2004;Yo era una chica moderna, 2004; Las noches de Flores, 2004; Edward Lear, 2004; Yo era una niña de siete años, 2005; Cómo me reí, 2005; El pequeño monje budista, 2006; Parménides, 2006; La cena, 2006; La vida nueva, 2007; Picasso, 2007; Las conversaciones, 2007; Las aventuras de Barbaverde, 2008; La confesión, 2009; El Té de Dios, 2010; Yo era una mujer casada, 2010; El Divorcio, 2010; El error, 2010; El Perro, 2010; El mármol, 2011; Festival, 2011; El criminal y el dibujante, 2011; En el café, 2011; Los dos hombres, 2011; El náufrago, 2011; Entre los indios, 2012; Relatos reunidos, 2013; El ilustre mago, 2013; Actos de caridad, 2013; El testamento del Mago Tenor, 2013; Tres relatos pringlenses, 2013; Actos de caridad, 2013; Margarita (un recuerdo), 2013; Continuación de ideas diversas, 2014; Artforum, 2014; Triano, 2014; Biografía, 2014; El santo, 2015; La invención del tren fantasma, 2015; Sobre el arte contemporáneo, 2016, El cerebro musical, 2016; Una aventura, 2017; Saltó al otro lado, 2017; Evasión y otros ensayos, 2017; Eterna juventud, 2017; El gran misterio, 2018; Prins, 2018; Un filósofo, 2018; El presidente, 2019; Pinceladas musicales, 2019; Fulgentius, 2020; Lugones, 2020; El pelícano, 2020; Cuatro ensayos, 2020; La ola que lee, 2021; Catálogo descriptivo de la obra de Emeterio Cerro, 2021; Komodo, 2021; En la confitería del gas, 2021; Vilnius, 2021.
Fuente: http://revistapenultima.com/una-educacion-defectuosa-discurso-de-cesar-aira-en-la-entrega-del-prix-formentorrix/?fbclid=IwAR1U0dSZ_fjTBdszdP6uSVEWYZK-F594YdmSbccaT0oP9ijQpi2ZiOM5KIs
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