Texto: Eduardo Nico (Magoo)
En audio: Poema dramatizado por Héctor Ledo, con la colaboración especial de Rosalba Gravina.
Enfermedad
De espaldas, solo, quieto.
No escucho más que el viento
y a su arena cegante.
Abiertas las costillas
dejo que el sol voltee
su caballo en mi sangre.
Dejo que sobre el hueso
de la frente me marque
su herradura, incendiándome.
Dejo también que el mar
desde corrales
de espuma se abalance.
Que en sus ancas profundas
y frías
bajo mi pecho,
una mano tras la otra
se me espanten.
Y que una y otra vez
su silencio me envaine.
Bajo la hirviente carga
yo, solitario sable.
Cuerpo en la costa, herrumbre
cada vez más tirante.
Yo desnudo en el viento,
yo, sin moverme, dejo
que cave en mis entrañas
una pala radiante.
Que el arenal acose
mis ojos y su enjambre
se irrite por mis párpados,
sin poder despertarme.
Que el mar, oh el mar
después,
como a espada me lave
en ese instante estrecho
que desenvaina en aire.
Mas ya, como en un sueño,
hasta en el mar es tarde.
Yo, sometido a libertad, sujeta
a toda luz mi carne,
yo, impenetrable pese a todo, rígida
como columna de agua amarga el alma,
no sé más que cerrarme.
En mi garganta,
el llanto atravesado como llave.
Frente a la carga inmensa, inmerecida,
yo, sable enfermo, solitario sable.
Ilustración: "Engrudo", Gustavo Piccinini.
Texto: Héctor Viel Temperley, "Obra Completa", Ediciones del Dock, 2006.
Elegía argentina
Para mi madre
Los caballos se bañan en el río
y yo me baño en el río con los caballos.
Sus crines y sus colas
son de agua sobre el agua,
como fuentes que fluyen
desde la arena al aire.
Y yo me baño en el río
pero bebo las crines
y las colas de los caballos.
El agua rueda desde Dios
y se desliza por sus ancas
y se bifurca en mis caderas.
Más que el río y la lluvia,
sus crines me humedecen
el pelo.
Es una tarde de verano,
de un día que no existe,
y en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.
Esta tarde, Dios habla
en los saltos del río
para nombrarme caballos
que todavía yo recuerdo.
Caballos que la lluvia volvió de lluvia
y que se fueron tormentosos,
hasta que el sol los evaporó.
Y recuerdo el caballo
que murió con un ojo estallado por su dueño,
cuando mi madre era muchacha
y los carreros la saludaban
con el mismo silencio
que las dos torres de nuestra casa.
Y recuerdo otros caballos
que galopé en el sur
y que montaba en pelo
por una laguna de sal,
contra el viento que olía a mar, hasta que la lluvia
lo lavaba en la arena.
Y recuerdo caballos que fueron de mi tatarabuelo
y que eran iguales a los míos,
iguales a todas las caballerías
tormentosas por estas tierras.
Son los mismos caballos
que se bañan en el río
y que Dios llama por sus pelajes
con palabras que suenan
como los nombres de los ángeles.
Porque el pelaje de los caballos
tiene nombres angelicales
y la palabra azulejo
traspasa todos los cielos.
Dios les habla y me habla
con las mismas palabras
cuando el ruido del agua
es el silencio de todos los campos.
Los nombra y me nombra
en un país que no se tiende,
ya,
a la sombra de sus caballadas.
Y es una tarde de verano,
de un día que no existe
o que existió sólo en la pampa.
Pero montado en los caballos
siento mi cuerpo contra el río,
nado entre crines y galopo a Dios
y mis ojos se hunden
profundizados en su pecho.
Dios juega con los caballos
en sus manos,
palmotea y sonríe a los más humildes,
a los más castigados;
al que conoció mi madre cuando era muchacha,
muerto con un ojo menos
y que bajaba hasta el río
sin descubrir la razón de sus heridas,
y a todos los que rodaron
cuando los hombres afirmaban
que el cielo era para los hombres
y que las tardes no eran como yeguas
tendidas entre ángeles.
Yo entonces no conocía
el cielo de los caballos,
pero rezaba por ellos todas las noches,
y era un niño que rezaba por los caballos de Dios,
y era un niño al que Dios
perdonaba sus insolencias
porque rezaba por los caballos
y lloraba por ellos
y les prometía un dios omnipotente,
que los convertiría en ángeles
aunque los hombres se negaran.
Un Dios con el que soñaba mi madre
cuando era muchacha
y ya me descubría
descalzo por la arena.
Cuando los carreros eran silenciosos
como las torres de nuestra casa
y los jazmines eran argentinos
porque eran nuestros,
dando la vuelta al patio
hasta la noche,
en que la patria era en el cielo.